Juro que no sabía su nombre más que por
esa expresión de animal herido que desaparece entre los árboles del bosque. Así
se fue colando sigilosa, intentando que sus pasos no pesaran en el parquet,
casi de puntillas, los tobillos como gotas de agua, casi resbalándose,
patinando, entre el quicio de la puerta y la primera estantería que encontró a su lado.
Apareció de costado. La mirada hacia
abajo, en un ángulo de humildad que no le dejaba divisar a la persona que tenía
enfrente. Yo estaba en la sección de poesía latinoamericana, entre Huidobro y
Lezama Lima, viendo los cocoteros cubanos al caer la tarde y las últimas
estribaciones de los Andes, ya moribundos y pecosos. Y se apareció ante mí.
Llevaba un vestido de asistenta del
hogar, ese eufemismo empleado en las televisiones para hablar en realidad de
las limpiadoras de casas ajenas. Los colores que predominaban en su
indumentaria eran el gris blanquecino y el azul intenso. Borrasca y mar, pensé
con ironía. Era una de tantas españolas que fregaba suelos por dos duros.
Quizá no se percató de que yo estaba ahí
parado, a dos metros, en la frontera con la sección de la novela española del
siglo XX, y mirando de frente el rostro acaudalado de Octavio Paz, de tamaño “estatua
romana”, pero yo (mis veintitrés años de existencia enteros y algunos meses más
de prueba) estaba observando a esa pequeña mujer que escalaba con los ojos
autores y autores, como kilómetros de nombres y apellidos, y en cada uno había
un brillo, un descubrimiento, una vida nunca vivida en Buenos Aires, un tranvía
que pasaba sin gente en Caracas, una barca sucia en los extremos de Miraflores.
Se arrodilló con gran dificultad,
torciendo el gesto y concentrando sus pequeños ojos en un título concreto que
se le resistía. Sacó del bolso unas gafas de los años ochenta y se las puso,
limpiando con la manga los cristales de culo de vaso de Whisky. Yo me acerqué a
ella como si estuviera distraído, intentando que los autores que buscaba
coincidieran con los míos. Su destino estaba entre la E, la F y la G. Edwars,
Echenique, Fabbiani-Ruiz, Fernández de Lizardi, Fuentes, García Márquez, y el mío
se alejaba hacía los fríos de la V, Vallejo, Valle y Cabiedes, Vallejo.
Fue en esa intersección de letras, justo
en la G, cuando mi brazo, alzado y rozando libro con libro, fue a parar sin
querer en su mano, que se pegaba a las pastas viejas de los ejemplares como si
una fuerza magnética de la selva la atrajera. Allí pude ver su rostro. Una
mujer de sesenta años que llevaba con dignidad el paso de la edad. Todos
acabaremos en esas superficies, pensé en aquel instante, pero eran sesenta años
muy bien llevados, con las arrugas justas que le entreveían una cara de
adolescente dulce.
Apenas me mantenía la mirada, y eso
hacía que me sintiera en la obligación de hablarle. Cómo hacerle ver que hoy en
día, esos uniformes los lleva todo el mundo, que París, en realidad, siempre ha
sido un refugio de españoles, esos vecinos pobres del sur que cuidaban niños,
cocinaban para burgueses refinados, limpiaban oficinas atestadas de documentos
finísimos, y enseñaban a algunas francesitas aventureras lo que era el amor
carnal con un verdadero perseguido de izquierdas.
Pero ella habló primero, y su voz sonó
como una justificación. - Busco a Skamentra,- y mientras agarraba otro libro que estaba por
dejar, de Allende, de no sé qué autor perdido y que nunca leeré. Y cómo decirle
a aquella noble señora, a la que hubiera abrazado sin remedio, que nunca había
leído nada de él, y que jamás lo haría, porque para mí el tiempo de lectura es
sagrado, y no me la juego leyendo autores marcados con la cruz de la
superficialidad, porque soy un arrogante literario, y es muy difícil sacarme de
mis casillas. Uno tiene el defecto de juzgar muchas obras antes de leerlas,
pero la vida es breve, y el tiempo de lectura más aún.
Los ojos de la señora se afanaban por
encontrar a su autor. Se recorrió las estanterías de la E varias veces, y yo,
con timidez, con vergüenza quizá, le toqué el hombro, la miré de frente, y le
indiqué que Skármenta se escribía con S al inicio, con una S de Sencillez, de
Silencio, de Sulfuro, y no con E. Vi como su rostro se volvió rojo. Fue
entonces cuando le cogí la mano y la acompañé hacia la estantería de los
autores que empezaban por S y le di algunos títulos del autor. Le dije que los
había leído todos, y que era de mis autores favoritos. - Skármenta, claro,
empecé en el instituto, allá en España, y desde aquel mismo día que leí no sé
qué libro sobre un viejo y no sé qué novelas de amor, no había podido dejar de
seguir todos los libros publicados.
Ella dio las gracias y se fue con una
sonrisa que le quitaba más años todavía. Me dio miró por última vez antes de
bajar las escaleras y escuché una tímida risa al compás de los escalones que se
desfilaban. Vi el rostro pétreo de Cervantes en una esquina de la sala, solo,
como si esperara que le ofreciera un cigarrillo o apagara las luces de la sala.
Cuando bajé a la recepción de la Biblioteca,
mostré mi libro de Fernando Vallejo, La
virgen de los sicarios, (Colombia pura y dura), y desde la ventana observé como la mujer
atravesaba la calle, en dirección a la embajada de España, con el libro bajo el
brazo. Esa mujer mantenía limpia la diplomacia española, pensé, y abandoné la
Biblioteca con una sensación hondísima de melancolía. Las aguas nunca salen de
su cauce. Salvo cuando no llueve.
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