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miércoles, 16 de octubre de 2013

XVI Escalón: La hoguera de las vanidades

Juro que no sabía su nombre más que por esa expresión de animal herido que desaparece entre los árboles del bosque. Así se fue colando sigilosa, intentando que sus pasos no pesaran en el parquet, casi de puntillas, los tobillos como gotas de agua, casi resbalándose, patinando, entre el quicio de la puerta y la primera estantería que encontró  a su lado.
Apareció de costado. La mirada hacia abajo, en un ángulo de humildad que no le dejaba divisar a la persona que tenía enfrente. Yo estaba en la sección de poesía latinoamericana, entre Huidobro y Lezama Lima, viendo los cocoteros cubanos al caer la tarde y las últimas estribaciones de los Andes, ya moribundos y pecosos. Y se apareció ante mí.
Llevaba un vestido de asistenta del hogar, ese eufemismo empleado en las televisiones para hablar en realidad de las limpiadoras de casas ajenas. Los colores que predominaban en su indumentaria eran el gris blanquecino y el azul intenso. Borrasca y mar, pensé con ironía. Era una de tantas españolas que fregaba suelos por dos duros.
Quizá no se percató de que yo estaba ahí parado, a dos metros, en la frontera con la sección de la novela española del siglo XX, y mirando de frente el rostro acaudalado de Octavio Paz, de tamaño “estatua romana”, pero yo (mis veintitrés años de existencia enteros y algunos meses más de prueba) estaba observando a esa pequeña mujer que escalaba con los ojos autores y autores, como kilómetros de nombres y apellidos, y en cada uno había un brillo, un descubrimiento, una vida nunca vivida en Buenos Aires, un tranvía que pasaba sin gente en Caracas, una barca sucia en los extremos de Miraflores.
Se arrodilló con gran dificultad, torciendo el gesto y concentrando sus pequeños ojos en un título concreto que se le resistía. Sacó del bolso unas gafas de los años ochenta y se las puso, limpiando con la manga los cristales de culo de vaso de Whisky. Yo me acerqué a ella como si estuviera distraído, intentando que los autores que buscaba coincidieran con los míos. Su destino estaba entre la E, la F y la G. Edwars, Echenique, Fabbiani-Ruiz, Fernández de Lizardi, Fuentes, García Márquez, y el mío se alejaba hacía los fríos de la V, Vallejo, Valle y Cabiedes, Vallejo.


Fue en esa intersección de letras, justo en la G, cuando mi brazo, alzado y rozando libro con libro, fue a parar sin querer en su mano, que se pegaba a las pastas viejas de los ejemplares como si una fuerza magnética de la selva la atrajera. Allí pude ver su rostro. Una mujer de sesenta años que llevaba con dignidad el paso de la edad. Todos acabaremos en esas superficies, pensé en aquel instante, pero eran sesenta años muy bien llevados, con las arrugas justas que le entreveían una cara de adolescente dulce.    
Apenas me mantenía la mirada, y eso hacía que me sintiera en la obligación de hablarle. Cómo hacerle ver que hoy en día, esos uniformes los lleva todo el mundo, que París, en realidad, siempre ha sido un refugio de españoles, esos vecinos pobres del sur que cuidaban niños, cocinaban para burgueses refinados, limpiaban oficinas atestadas de documentos finísimos, y enseñaban a algunas francesitas aventureras lo que era el amor carnal con un verdadero perseguido de izquierdas.
Pero ella habló primero, y su voz sonó como una justificación. - Busco a Skamentra,-  y mientras agarraba otro libro que estaba por dejar, de Allende, de no sé qué autor perdido y que nunca leeré. Y cómo decirle a aquella noble señora, a la que hubiera abrazado sin remedio, que nunca había leído nada de él, y que jamás lo haría, porque para mí el tiempo de lectura es sagrado, y no me la juego leyendo autores marcados con la cruz de la superficialidad, porque soy un arrogante literario, y es muy difícil sacarme de mis casillas. Uno tiene el defecto de juzgar muchas obras antes de leerlas, pero la vida es breve, y el tiempo de lectura más aún.
Los ojos de la señora se afanaban por encontrar a su autor. Se recorrió las estanterías de la E varias veces, y yo, con timidez, con vergüenza quizá, le toqué el hombro, la miré de frente, y le indiqué que Skármenta se escribía con S al inicio, con una S de Sencillez, de Silencio, de Sulfuro, y no con E. Vi como su rostro se volvió rojo. Fue entonces cuando le cogí la mano y la acompañé hacia la estantería de los autores que empezaban por S y le di algunos títulos del autor. Le dije que los había leído todos, y que era de mis autores favoritos. - Skármenta, claro, empecé en el instituto, allá en España, y desde aquel mismo día que leí no sé qué libro sobre un viejo y no sé qué novelas de amor, no había podido dejar de seguir todos los libros publicados.
Ella  dio las gracias y se fue con una sonrisa que le quitaba más años todavía. Me dio miró por última vez antes de bajar las escaleras y escuché una tímida risa al compás de los escalones que se desfilaban. Vi el rostro pétreo de Cervantes en una esquina de la sala, solo, como si esperara que le ofreciera un cigarrillo o apagara las luces de la sala.

Cuando bajé a la recepción de la Biblioteca, mostré mi libro de Fernando Vallejo, La virgen de los sicarios, (Colombia pura y dura),  y desde la ventana observé como la mujer atravesaba la calle, en dirección a la embajada de España, con el libro bajo el brazo. Esa mujer mantenía limpia la diplomacia española, pensé, y abandoné la Biblioteca con una sensación hondísima de melancolía. Las aguas nunca salen de su cauce. Salvo cuando no llueve. 

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