Llegué cuando
la sala ya estaba repleta. El tipo de seguridad se guardaba de la lluvia debajo
del vacío que había dejado una columna. Me dijo que la sala estaba completa,
pero yo insistí en pasar y él me dejó, con un gesto cansado. Atravesé el patio
bajo una intensa lluvia. Eché una mirada rápida. El patio estaba vacío,
sometido a una capa de agua de color ceniza que le daba un aire de los años
cuarenta. Recordé aquellas manifestaciones en torno a una fugaz mitología
estudiantil, que vino con el mes de Mayo de 1968. Todos contra de Gaulle y el
mundo contra nosotros. Delante de esas ventanas, pensé cuando estaba a punto de
abandonar el patio, Daniel Cohn-Bendit se hacía pasar por un estudiante español
en el exilio y enmarcó la tarde en un discurso histórico.
Llegué a la
sala Descartes. La puerta estaba cerrada: dos laminas gigantescas de madera me
separaban de un lugar que conocía de tantos y tantos libros leídos a la sombra
de un sueño; vivir en Paris, estudiar en la Sorbona, hacer mías las horas de
tedio de otros tantos estudiantes mucho antes que yo: Baudelaire, Dante,
Malraux. Y allí estaba, a unos centímetros de abrir la puerta y guardar el
silencio autónomo del estudiante primerizo.
Como esperaba,
la sala estaba repleta. Subí unos escalones y desde lo más alto pude divisar
todo el panorama de la literatura contemporánea. Pocos minutos antes, bebiendo
un café en La Reflet, había tenido dudas sobre si acudir o no a la conferencia,
y una vez dentro, alejado de la música analgésica de los Rolling y de la mirada
traviesa de la camarera, me sentía orgulloso de haber vencido mi vagabundeo y
mi alergia por todo lo académico.
El
conferenciante hablaba en francés, con un sonado acento latino. Llevaba un
riguroso traje negro y una corbata cuyo color ya he olvidado. Movía las manos
con energía, y apenas tenía unas notas de ayuda para acelerar su discurso. El
anfiteatro estaba abarrotado. Había cámaras de televisión, secuencias de radio,
estudiantes por los suelos, profesores sentados encima de las mesas, y en lo
alto de la sala dibujos que recordaban el barroco francés.
Fue entonces,
de pie, tocando mi espalda la pared, como el último eslabón de una cadena de
literatos, recibiendo los ecos que alguna vez eran palabras, cuando volví a
recobrar el sentido que me había traído hasta la ciudad, el verdadero
significado de estos nueves meses de frio, lluvia, y lecturas no siempre tan
complacientes. Volví a descubrir que Paris era como un libro abierto, y que
cada vez que se retomaba, siempre aparecía con una nueva figura, con un tono
renovado o una palabra que se encuentra, perdida, en el camino. Paris había
vuelto a ser la ciudad por la que había luchado y por la que había sacrificado
la mayor parte de mis comodidades en España. Y en ese momento, con la voz
pausada y débil del conferenciante, subiendo hacia las silabas como un
alpinista nervioso, descubría que había merecido la pena, y que estar parado,
de pie, escuchando simplemente, era suficiente para borrar de un plumazo tantos
momentos de soledad.
Porque aquel
hombre que nos hablaba era Vargas Llosa. Y Vargas Llosa no es solamente un
señor que hizo dos obras fundamentales allá por los años sesenta. Era
mucho más. Uno de los últimos vestigios del boom latinoamericano (del pastel
formado por cuatro, la mitad, Cortázar y Fuentes, residen perpetuamente en el
cementerio de Montparnasse, y la última parte, Márquez, vive en un mundo
llamado Alzheimer que lucha cada día por destruir Macondo)
Y nos habló
como si nunca hubiera dejado la ciudad. Llegó en 1960, y en sus propias
palabras, “aprendí a ser latinoamericano”. En efecto, Paris es la gran ciudad
de los vacíos. La urbe de los solitarios en donde las personas caminan perdidas
y se encuentran por azar abocados a un destino que muchos no eligen. París es
la ciudad que me enseñó a saber la importancia de la identidad: que mi patria
es la lengua con la que hablo, con la que leo, con la que hago amigos y en la
que pienso. Y no hay más señas de identidad que el verbo ser al lado de una
cerveza, viniendo de Salamanca, de Sevilla, del D.F o de Bogotá.
Luego nos habló
de la literatura y del papel que tenía en la sociedad. Citó a Sartre, y su crítica Qu’es-ce que la littérature?, libro que le marcó en su forma de
escribir. Porque la literatura no puede ser un mero ejercicio de
entretenimiento y de belleza. La literatura es un instrumento de progreso
social y se debe exigir algo más que una acumulación de páginas revestidas de
maquillaje.
Después relató el
panorama cultural que se respiraba en la París de los años sesenta: la disputa
entre Camus y Sartre, agitada en los periódicos franceses y discutida en los
cafés de Saint-Germain. Camus, que para mí era el verano, el Mediterráneo, la
tolerancia, y también los años de instituto, cuando uno empezó a comprender la
importancia de los libros, armas contra la soledad.
Porque aquella década Paris fue mucho más que una ciudad.
Fue una tabla de salvación para muchos latinoamericanos y españoles expulsados
de sus países. Los años en los que Cuba aún era posible, en la que Europa se
recuperaba de sus heridas de la guerra. Pero también fueron los años de los
tanques sepultando la República Checa, los niños desnudos huyendo de los campos
de Vietnam, y de la complicidad occidental con los regímenes como los de Franco
o Pinochet.
Aun me quedé en
la sala cuando ya estaba vacía. Me había sentado en una banqueta, mientras los
estudiantes y los profesores abandonaban la salle Descartes. Afuera seguía lloviendo
con rabia, y desde la ventana se veía el patio como una procesión de paraguas
negros. Me vino, mientras salía, esa nostalgia de animal triste de una época en la que ni siquiera hubiera
tenido dinero para salir de España. Al menos, existen las librerías, pensé, y
cerré la puerta de la sala.
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