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martes, 11 de junio de 2013

XV Escalón



Me gustaba imaginarme en esa carretera, subiendo una montaña pegados al mar, mientras el coche iba pegándose al asfalto para no salirse de las curvas. Los acantilados a la derecha, como bocas que el vacío iba dejando a nuestro lado, llenas de dientes que eran piedras, y saliva que era agua.
Esa fue la primera noticia que tuve de él, tres años después de conocer ya a Marcos, en el hueco de la puerta de la clase de francés de Madame Gill (olvidé el nombre y solo recuerdo una cacofonía que me sale de la voz). Marcos era un tipo peculiar. El primer día, parado en el final de los escalones, con la puerta cerrado, no podía mirar más que las losas del suelo y la punta de mis zapatos. Llevaba una camiseta morada con la efigie de un luchador mexicano. Luego supe que ese luchador melancólico ganaba todas las batallas en el rin, y que más de una noche nos habían acompañado tomando mezcal, en un rincón, en silencio.  


Pronto su conversación se hizo más habitual. Con su rostro llegaron otros más exóticos: la barba de revolucionario de Rodrigo, la piel de angel y el gesto detenido de Laura, la chica alemana, el lunar en medio de la cara de Matilde, los ojos de la chica turca, atravesando la puerta, llegando tarde a la tercera clase… todos nosotros extranjeros en una sociedad elitista y que imponía su propio lenguaje, diferente a las normas acostumbradas de nuestros orígenes.
Por eso empezó a aparecer también en esa visión espumosa, en la costa sudafricana, más o menos en el límite del fin del mundo, mirando fijamente hacia el sur, que quién sabe si es el norte del otro hemisferio, para ver si afinábamos un poco y veíamos la Antártida. Marcos conduciendo, con unas gafas de sol que nunca le había visto, con una espina de trigo en la boca, pasando de un lado a otro de los labios, y algo de música parando la tarde en cada cierre de la carretera.
Quedamos a las seis y media. Yo venía de hacer unos exámenes de traducción en los cuales había puesto toda mi imaginación al servicio de la lengua francesa. Él me estaba esperando en el 12 de la Rue Monge, con dos entradas en la mano. Todo fueron preguntas, dudas, acertijos. ¿Quién sería aquel tipo al que estábamos a punto de escuchar? ¿Qué rostro tendría la vejez, el fracaso, la oscuridad, el anonimato de cuarenta años? Agarramos el metro y nos dirigimos hacia el Parc de la Villete, con algo de retraso. No habíamos bebido nada de  cerveza antes. Sería un concierto atípico. Su nombre nos sonaba como el humo cuando se desvanece entre las manos, tras salir lento de la boca. Sixto Rodriguez, el sexto hijo de un inmigrante mexicano nacido en Detroit. 


En el metro nos íbamos acordando de ciertas escenas que la vida nos había impuesto a los dos. El primer año en la Normale, en la fiesta de inicio de curso, cuando nos sentamos en la oscuridad del patio interior, mientras escuchábamos caer champan en la fuente, flotando los peces muertos, y el mundo nos parecía un gran salón de acentos raros. Y aquella vez que el vino no me dejaba apenas caminar, y compartimos una cama de medio cuerpo entre dos cuerpos. Esa mañana me desperté con la camiseta de los Pumas, y Marcos me miraba como si fuera un mexicano postizo. También recordamos a aquella tipa del sur, que en un acto de locura y pasión me plantó un beso delante de media colonia mexicana, el día de la independencia, un 15 de Septiembre.
Pasaban los días por delante de nosotros a la misma velocidad que las paradas del metro se escapaban del itinerario. Yo le hablé de su forma genuina de bailar, ya fuera salsa, cumbia, o hasta flamenco, como demostró en una fiesta de finales de verano en el Albayzin. Él me recordó aquella muchacha infame de ojos selváticos, que me obligó a arrastrarme por media ciudad en busca de algo que nunca iba a encontrar. Al final, los cuerpos mediterráneos y medio arabizados no entraban dentro de su ideal masculino. Ella prefería más las esculturas de piedra, sin rastros de vello por ninguna parte. Yo era un mapa de cicatrices para ella.
Llegamos puntuales a las puertas del auditorio. Aquel viejo perdido había nacido en Detroit y allá por los sesenta había grabado dos discos, algunos conciertos en bares de mala muerte, cuyo único público eran  las putas y los marineros del rio, y el fracaso sonoro del silencio más absoluto. No lo conocían ni en su barrio. Supimos luego que se había presentado varias veces a alcalde de su distrito, y que en todas ellas había resultado derrotado. Perder formaba parte de su vocabulario más elemental. Derrota sobre derrota, así se construyen las leyendas, pensé, mientras le daba la entrada al portero.  
 Apareció con media hora de retraso. Pensábamos que se había muerto. En los años setenta y ochenta corrieron todo tipo de rumores acerca de su vida: unos hablaban que se había inmolado en pleno escenario, un tiro en la cara y su sangre pasto del público entregado; otros afirmaban que se había prendido fuego. Nadie había visto nunca a Sixto Rodriguez, hasta que salió ese documental de producción sueca, donde esclarecía su vida.


Medía dos metros. Llevaba sus gafas de sol habituales, las mismas que aparecían en las fotografías donde el Big Ben de Londres se aclaraba a lo lejos. A su lado, cogido del brazo, le acompañaba una mujer rubia, cincuentona, que le acariciaba la palma de las manos. Un hombre en el otro lado le ayudaba a plantar el pie en el escenario y no caerse. Aquel hombre, que en algún tiempo remoto fue Sixto Rodriguez, ahora era un cadáver que andaba. Supimos muy pronto, por la forma de no tocar la guitarra, que se había quedado ciego. La voz a penas le salía del cuerpo, y le costaba trabajo sacar de su garganta la voz, grave y directa, como la de sus dos discos de los sesenta.
Pero no podía dejar de expresar una sonrisa en sus labios de persona desaparecida. Tocó Crucify Your Mind, y a mí me pareció estar en Johannesburgo, en aquel macro concierto que dio, entre las sombras, y que fue el símbolo contra el Apartheid. Su actuación duró hora y media. No hubo rencor en sus ojos ni en su voz, por tantos años de olvido. Se despidió con Like a Rolling Stone, de Bob Dylan, su alter ego triunfador, y desapareció de los brazos de varias personas, sin poder apenas caminar, habiendo vencido de nuevo a la muerte y a su leyenda.
Los focos se fueron apagando. Marcos y yo salimos con la certeza de haber llegado tarde a no sé qué parada, a no se sabe bien qué cita. Nos fuimos a cenar a la crepería argentina con la sensación de haberle robado la vida a alguien, sin mirarnos, como en una carretera en la que nunca íbamos a estar.  



  

miércoles, 5 de junio de 2013

XIV Escalón



Llegué cuando la sala ya estaba repleta. El tipo de seguridad se guardaba de la lluvia debajo del vacío que había dejado una columna. Me dijo que la sala estaba completa, pero yo insistí en pasar y él me dejó, con un gesto cansado. Atravesé el patio bajo una intensa lluvia. Eché una mirada rápida. El patio estaba vacío, sometido a una capa de agua de color ceniza que le daba un aire de los años cuarenta. Recordé aquellas manifestaciones en torno a una fugaz mitología estudiantil, que vino con el mes de Mayo de 1968. Todos contra de Gaulle y el mundo contra nosotros. Delante de esas ventanas, pensé cuando estaba a punto de abandonar el patio, Daniel Cohn-Bendit se hacía pasar por un estudiante español en el exilio y  enmarcó la tarde en un discurso histórico.
Llegué a la sala Descartes. La puerta estaba cerrada: dos laminas gigantescas de madera me separaban de un lugar que conocía de tantos y tantos libros leídos a la sombra de un sueño; vivir en Paris, estudiar en la Sorbona, hacer mías las horas de tedio de otros tantos estudiantes mucho antes que yo: Baudelaire, Dante, Malraux. Y allí estaba, a unos centímetros de abrir la puerta y guardar el silencio autónomo del estudiante primerizo.


Como esperaba, la sala estaba repleta. Subí unos escalones y desde lo más alto pude divisar todo el panorama de la literatura contemporánea. Pocos minutos antes, bebiendo un café en La Reflet, había tenido dudas sobre si acudir o no a la conferencia, y una vez dentro, alejado de la música analgésica de los Rolling y de la mirada traviesa de la camarera, me sentía orgulloso de haber vencido mi vagabundeo y mi alergia por todo lo académico.
El conferenciante hablaba en francés, con un sonado acento latino. Llevaba un riguroso traje negro y una corbata cuyo color ya he olvidado. Movía las manos con energía, y apenas tenía unas notas de ayuda para acelerar su discurso. El anfiteatro estaba abarrotado. Había cámaras de televisión, secuencias de radio, estudiantes por los suelos, profesores sentados encima de las mesas, y en lo alto de la sala dibujos que recordaban el barroco francés.
Fue entonces, de pie, tocando mi espalda la pared, como el último eslabón de una cadena de literatos, recibiendo los ecos que alguna vez eran palabras, cuando volví a recobrar el sentido que me había traído hasta la ciudad, el verdadero significado de estos nueves meses de frio, lluvia, y lecturas no siempre tan complacientes. Volví a descubrir que Paris era como un libro abierto, y que cada vez que se retomaba, siempre aparecía con una nueva figura, con un tono renovado o una palabra que se encuentra, perdida, en el camino. Paris había vuelto a ser la ciudad por la que había luchado y por la que había sacrificado la mayor parte de mis comodidades en España. Y en ese momento, con la voz pausada y débil del conferenciante, subiendo hacia las silabas como un alpinista nervioso, descubría que había merecido la pena, y que estar parado, de pie, escuchando simplemente, era suficiente para borrar de un plumazo tantos momentos de soledad.
Porque aquel hombre que nos hablaba era Vargas Llosa. Y Vargas Llosa no es solamente un señor que hizo dos obras fundamentales allá por los años sesenta.  Era mucho más. Uno de los últimos vestigios del boom latinoamericano (del pastel formado por cuatro, la mitad, Cortázar y Fuentes, residen perpetuamente en el cementerio de Montparnasse, y la última parte, Márquez, vive en un mundo llamado Alzheimer que lucha cada día por destruir Macondo)


Y nos habló como si nunca hubiera dejado la ciudad. Llegó en 1960, y en sus propias palabras, “aprendí a ser latinoamericano”. En efecto, Paris es la gran ciudad de los vacíos. La urbe de los solitarios en donde las personas caminan perdidas y se encuentran por azar abocados a un destino que muchos no eligen. París es la ciudad que me enseñó a saber la importancia de la identidad: que mi patria es la lengua con la que hablo, con la que leo, con la que hago amigos y en la que pienso. Y no hay más señas de identidad que el verbo ser al lado de una cerveza, viniendo de Salamanca, de Sevilla, del D.F o de Bogotá.
Luego nos habló de la literatura y del papel que tenía en la sociedad. Citó  a Sartre, y su crítica Qu’es-ce que la littérature?, libro que le marcó en su forma de escribir. Porque la literatura no puede ser un mero ejercicio de entretenimiento y de belleza. La literatura es un instrumento de progreso social y se debe exigir algo más que una acumulación de páginas revestidas de maquillaje.
Después relató el panorama cultural que se respiraba en la París de los años sesenta: la disputa entre Camus y Sartre, agitada en los periódicos franceses y discutida en los cafés de Saint-Germain. Camus, que para mí era el verano, el Mediterráneo, la tolerancia, y también los años de instituto, cuando uno empezó a comprender la importancia de los libros, armas contra la soledad. 


Porque  aquella década Paris fue mucho más que una ciudad. Fue una tabla de salvación para muchos latinoamericanos y españoles expulsados de sus países. Los años en los que Cuba aún era posible, en la que Europa se recuperaba de sus heridas de la guerra. Pero también fueron los años de los tanques sepultando la República Checa, los niños desnudos huyendo de los campos de Vietnam, y de la complicidad occidental con los regímenes como los de Franco o Pinochet.
Aun me quedé en la sala cuando ya estaba vacía. Me había sentado en una banqueta, mientras los estudiantes y los profesores abandonaban la salle Descartes. Afuera seguía lloviendo con rabia, y desde la ventana se veía el patio como una procesión de paraguas negros. Me vino, mientras salía, esa nostalgia de animal triste  de una época en la que ni siquiera hubiera tenido dinero para salir de España. Al menos, existen las librerías, pensé, y cerré la puerta de la sala.