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martes, 28 de mayo de 2013

XIII Escalón



Me hizo recordar aquella escena, allá en la Edad Media, en la que los cruzados atravesaban los campos y las fronteras con los estandartes bien altos, apoyados en un hombro, y la tela se espolvoreaba en el aire, mientras la forma hacia que un león rugiera, o que un dragón escupiera fuego por la boca. Toda aquella gente iba uniformada: camisetas amarillas con lemas políticos, calle abajo, haciendo un rumor de pasos de batalla que nos inquietaba. Ya no se oían ni las bocinas de los coches, que tomaban la rotonda de Victor Hugo con sumo cuidado, como si fueran a encontrarse carros de combate al torcer la esquina.
Aquello no era un domingo cualquiera. Seba y yo nos habíamos despertado tarde y cumplíamos los trámites propios de una mañana en un barrio parisino donde todo estaba cerrado: paseábamos sin rumbo hasta que las calles eligieran nuestro destino, observábamos el cielo que se ponía turbio (esa amenaza de nubarrones primaverales), contábamos el número exacto de chicas a las que invitaríamos a cenar, simples rostros anónimos que paseaban por la calle, de la mano de un maromo o sujetando a un caniche.
Hasta que nos sentamos en un banco, enfrente de un restaurante de lujo, como si fuéramos polizones de un barco donde toda la tripulación vestía de seda, y nosotros, con un saco de patatas tapándonos las partes nobles. Y fue cuando vimos aquellas grandes masas de gente con banderas, de todos los departamentos de Francia: dragones, grifos, espadachines, ángeles voladores con cabellos negros,  flores de loto, espadas retorcidas. Y la gente cantaba una canción que a mí me sonaba a misa, y a Seba le sonaba a rancio. Dos chicas, vestidas al estilo indignado vaticano, asesoraban a la gente dónde comenzaba la manifestación que estaba a punto de producirse por aquella zona.

Nosotros hasta el momento pensábamos que se trataba de un desfile militar, o a lo sumo, de un partido de futbol medievalizado. Pero una de las chicas se acercó hasta nosotros y nos comentó que se trataba de una manifestación contra el matrimonio homosexual. Seba y yo esbozamos una sonrisa, poniendo freno a un gran derroche de pasión burlesca de nuestra parte. La chica se recogía el pelo hacia atrás e intentaba explicarnos, de forma muy apasionada, las consecuencias funestas que tendría sobre la población la legalización del matrimonio entre personas del mismo sexo. De la adopción ya no nos quiso ni hablar, y se tapaba los ojos con las manos, y lanzaba un maullido de desesperación, como si fuera un gato acorralado. Se veía que lo estaba pasando mal la pobre.
Nos invitó a ir con ella a la manifestación. Seba y yo, dos extranjeros en Paris, en una ciudad que constantemente nos recordaba nuestra condición de exiliados voluntarios (si la voluntariedad consiste en emigrar para tener algo de futuro digno; movilidad exterior, incultos), sin nada abierto para poder comprar una cerveza caliente, tentados por el buen ángel de la guarda a protestar contra esa forma de amar satánica e incoherente. Nos miramos y no supimos que decirle a la pobre misionera de almas perdidas. Ella nos preguntó qué de donde éramos, y adivinó al poco, el águila, que veníamos de España, ese país ultra católico donde los santos toman las calles todos los fines de semana. La chica se sintió en un terreno amigo, pero vio en nuestros ojos algo maligno.
En efecto, empecé diciendo yo, en España el matrimonio homosexual es legal desde el 3 de Julio de 2005, y la adopción también, y de momento, no ha habido ningún caso de niños con bicefalia, trastornos del sueño a causa de abusos sexuales, caída del cabello a causa de un cáncer provocado por el hecho de tener dos padres, o dos madres. Y tampoco hay, continué diciendo, una escisión del estado, ni las cornetas del apocalipsis se han pronunciado, ni la tierra se ha rajado en cuatro partes, ni nos han invadido ejércitos tenebrosos, ni a ningún español le ha salido cuernos en la frente por el hecho de legalizar este tipo de unión.  


La chica empalideció. Ahora sí que parecía un auténtico ángel bajado directamente desde el lugar más elevado del cielo. Se echó hacia atrás, convulsa aún por mis palabras. Miró hacia alguna parte, buscando una mirada cómplice, algún otro cruzado que le ayudara en esta afrenta de infieles. Antes de que escapara, le hablé en cambio de los otros pecados que debía soportar España. Le conté con calma, con una sonrisa que se escapaba entre mis dientes, de un mausoleo muy bonito, perdido en medio de la sierra madrileña, donde estaba enterrado un señor muy bajo. Ella pareció no entender, pero le dije que en mi país, los dictadores están enterrados en iglesias, bajo un cristo crucificados y flores siempre frescas que huelen a incienso recién puesto. Le hablé de que la Iglesia Católica en España nunca se había manifestado contra temas de primer orden, como la pobreza, el abuso a menores, la violencia de género, que ellos consideran violencia doméstica, el abuso que se lleva a cabo contra los trabajadores, el paro juvenil, las diferentes guerras en las que ha estado envuelto el estado en los últimos diez años. La miré directamente a los ojos y le dije que yo había visto todo eso. Yo, le dije, que he visto como se reconstruía antes una iglesia que dar dinero a los afectados por un terremoto, que no tenían donde caerse muertos, yo, que había visto como atentaban contra la educación pública y nos imponían la religión católica al mismo nivel que la lengua o las matemáticas, enmascarándola en ciertas asignaturas llamadas Valores. Yo, que he visto beatificar a miles de curas asesinados durante la guerra civil pero sin embargo, hay centeneras de miles de maestros, funcionarios, campesinos, políticos, enterrados en fosas comunes vaya usted a saber dónde. Yo he visto todo eso, preciosidad, le dije, mientras ella me miraba aterrorizada, pensando que era el anticristo convertido en un español con resaca.


Seba y yo nos levantamos y nos fuimos. La calle estaba llena de familias, niños pequeños que jugaban con sus banderitas. Padres de familia responsables, madres educadas con peinados de moda. Sacerdotes por todas partes, que sonreían y daban consejos sobre la marcha. Un domingo en su máxima expresión, pensamos Seba y yo. Reflexionamos que era curioso que la manifestación se produjera en el barrio más caro de París, donde las rentas eran más altas, donde un simple café se pagaba a cinco euros. Intentamos imaginarnos la misma manifestación en Belleville, o en Barbes, y no nos salía una imagen real en la cabeza. Aquella gente de los arrabales de París tenía otras preocupaciones: el paro, la pobreza, la droga, el racismo, la pobre educación que recibían sus hijos. Tal vez será cosas de ricos, esto de cumplir con el alma, de familias aburridas y sacerdotes tediosos que hartos de ver los cuadros de la pared y las telarañas en su vida, salen a la calle a agitar un poco sus tristezas y sus miedos.             

sábado, 18 de mayo de 2013

Historias del flamenco en París



Micenas era en aquel tiempo un fortín de piedras donde los cíclopes se acostaban a la sombra de las murallas y las muchachas salían de las playas con los pies bañados en arena. Ocurría cada dos o tres años. Los habitantes se reunían en procesión y lloraban la pérdida de Perséfone. Años atrás, había sido secuestrada por Hades. La hija de Deméter, de una belleza gitana, caminaba por los campos con las cosechas recién recogidas, y aquel dios de las sombras se prendó de ella. Una mirada bastó. Nadie en la zona volvió a ver a Perséfone y se la llevó con él, más allá de los pastos, donde solo crece la ceniza. Los campos se abandonaron. La tierra se llenó de cal y nada crecía, más que  matojos y culebras retorcidas.
Meses después, Deméter pudo ver a su hija. Perséfone tenía oscura la piel y andaba comiendo por las esquinas granadas. Hades le había dejado esa fruta en un cesto. La granada, ese cuerpo de mujer de heridas dulces y amoratadas. La fruta de los muertos. Perséfone volvió con su madre durante un tiempo, en el cual los campos recobraron sus colores y la cal retrocedió a los minerales. Pasados unos meses, Perséfone acudía a la llamada de la oscuridad, y se encerraba dentro de la tierra. Así nacieron las estaciones del año. Así la tierra moría y volvía a la vida, con un paso constante. Fue entonces cuando el ser humano conoció la tragedia.
Y la procesión de los habitantes recordaba aquellos días en los que la gitana Perséfone se fue del mundo y la ciudad quedaba llorando durante seis meses, en el invierno de sus días. Llevaban antorchas y cantaban. Pero sus voces eran suplicios. Sus gargantas eran quejidos. Gritos que se formaban en palabras inacabadas. Mil no sé cuántos años antes de llenar de cruces el mundo. En una pequeña ciudad de Micenas, cada cierto tiempo, los habitantes recordaban el inicio de la tragedia, una muchacha que se moría cada seis meses.


Pero el tiempo tiene el rencor de los buitres y de aquellas ciudades quedaron solamente piedra sobre piedra. Los habitantes griegos abandonaron las procesiones y sus misterios. Se perdió la memoria de la tragedia y  los quejidos fueron sepultados. Sin embargo, la sangre corre por el Mediterráneo, y los quejidos se propagaron más rápidos que los siglos, navegando hacia el oeste, a las puertas de las columnas de Hércules. Fue entonces cuando llegaron a Cádiz.
Pensaba todo esto mientras esperaba a que empezara el concierto. Una sala con capacidad para más de dos mil personas. La gente se estaba impacientando. A mí me venían imágenes de García Lorca, que explicaba que una guitarra eran seis doncellas que bailaban en una encrucijada, y como el flamenco había pasado a ser para mí, de un sonido incomprensible y monótono, a un canto espiritual que se metía en tu cuerpo y te encontraba de pronto con tus muertos y tus vivos. Después llegó un viejo disco, La leyenda del tiempo, y canciones que hablaban de muchachas de Cádiz y de sultanas que arrebataban el corazón a ricos y poderosos emires. Creo que fue en París, hace dos años, cuando descubrí que el flamenco ya me había atrapado, y que no era algo tan sencillo como una música tradicional, sino una manera de entender la vida.
Salió al escenario José Mercé. Los focos apenas iluminaban su imagen. Casi dos metros, vestido de negro, con la camisa blanca y abierta por el pecho. El pelo como una nube gris sobre su cabeza. Y empezó a cantar. Y volví a ver ese grito degollado de aquella visión de Grecia. Esa voz despertaba las esencias que habían sido sepultadas milenios atrás. El canto era un rito que se volvía a repetir cada vez que el cantaor abría la boca. Mercé se puso de pie. Parecía que el pecho le iba a reventar. Se hinchaba y aparecía ese grito degollado. Ese quejío eterno. Aquello era una lucha entre la vida y la muerte. La representación del cantaor que intenta esquivar a la muerte. Que coge puñados de tierra con la boca y los esparce en la cara de Perséfone, raptada por la muerte. Entendí que en cierto momento la canción se apoderaba del cantaor, y que este ya no era capaz de controlar su voz ni sus movimientos. Las rosas y las camelias no se pueden comparar, decía al final del canto, y las últimas palabras se transformaban en un grito que llevaba mucho de desesperación y de llanto. Ilegibles, Mercé se levantó y echó las manos hacia arriba, saliendo del escenario, desapareciendo, y el público enloqueció. Quedó solo el guitarrista entre aplausos, hasta que las luces se apagaron del todo.


El segundo concierto era de Farruquito. Estuvimos esperando cerca de cincuenta minutos. La gente empezaba a impacientarse, hasta que un señor salió al escenario diciendo que por decisión del artista, Farruquito suspendía su actuación. Nunca lo había visto en directo, pero algunos videos me bastaron para comprobar que hablábamos de uno de los mejores bailaores de la actualidad. Su cuerpo se estiraba y se retorcía como un relámpago: rápido, intenso, luminoso, y dejaba después ese silencio que viene después de la tormenta. La gente estaba indignada. Muchos me dijeron que no entendían como mi conciencia me había permitido ir a ver un concierto de alguien que asesinó a un hombre y que burló la justicia. Sobre la conciencia se podrían decir muchas cosas, pero correríamos el riesgo de caer en la estupidez más sentida y en la extrema hipocresía. Yo pagué para ver ese drama en el que el hombre patalea la tierra e intenta escapar de ella. El hombre desnudo que escapa de la tragedia, y que está envuelto en ella para seguir respirando. Y aunque el rostro de ese hombre esté envuelto en el asesinato y en la vergüenza suprema, prefiero perder un poco de conciencia y ser testigo de su baile. Dicho lo cual, abandonamos el auditorio con la sensación de que nos perdíamos algo muy grande, y con la seguridad de que algunos artistas se creen gigantes eternos, sin llegar a comprender que sin su público, no son más que arcilla. Y la arcilla sin fuego no es nada. Y el fuego, son los aplausos de su público.
Y llegó el viernes. El auditorio estaba abarrotado. Yo me coloqué en la segunda fila, y observé que justo delante de mí, se situaba un hombre bajo que llevaba un elegante traje negro. El destino es atrevido y quiso que mi compañero de asiento fuera la misma persona que el día anterior me hizo maldecirlo en todos los idiomas. Farruquito se sentó como si fuera un fantasma, transparente. Estuve a punto de decirle algo. Lo miré a la cara. Sospecho que él adivino mis intenciones y se dio la vuelta a toda prisa. Yo me mordí la lengua. Todo sea por el bien del flamenco, pensé.


Y apareció en el escenario Estrella Morente, el motivo por el cual yo había venido hasta el Parc de la Villete. Llevaba un traje negro que le dejaba una cola que arrastraba por todo el escenario. Cantó la primera canción en la oscuridad del escenario. La gente se esforzaba por encontrar su silueta en el escenario, pero entre las sombras solo se distinguían las manos del guitarrista, como retorciendo el instrumento hasta hacerlo llorar.
La siguiente hora y media quizá fue de las experiencias más intensas de mi vida. Los focos se encendieron e iluminaron tenuemente su rostro.  Aquellos ojos andaluces que me llevaban directamente a  mis cinco años de Granada, sus calles, sus noches llenas de vino y de farolas. Fue una hora y media de algo más que música. Fue San Juan de la Cruz y la caza de sus versos perfectos. Fue una guitarra que se estremecía por bulerías y que se deslizaba sutilmente entre el Adagio de Albinoni. Fueron treinta segundos de grito profundo antes de lanzarse al escenario para bailar, con un abanico que acabó partido en dos en el suelo. Fueron tres palmeros que contaban a tono historias de moros que amaban a sus doncellas, perdidas en la conquista de Granada. Y Estrella Morente bajó del escenario. Dejó el micrófono a un lado y empezó a cantar al público. Se acercó a las primeras filas. Farruquito acompañaba con un olé en cada quiebro de la voz. El auditorio estaba en el silencio más impresionante que he visto en muchos años. Y la voz de Estrella llegaba hasta el final. Apenas la tenía a dos metros. Sus ojos cada vez más grandes. Yo era no era más que esa masa de público anónimo que escuchaba emocionado. Pero empezó a cantar despacio, con voz baja, y aquello me sonó como un susurro en mi oído, como una conversación privada entre los dos. Y vi entonces a los míos, en la soledad de mí butaca, a la niña de diecisiete años que no le gusta el flamenco, y supe que si yo esa noche estaba allí, al borde de las lágrimas, era por un cúmulo de circunstancias, por siglos de árabes, por manuales universitarios en granada, por corridas de toros nunca vistas, por batallas de amor entre amantes que se han suicidado, por madres que esperan a sus hijos, por la niña que huye del flamenco, y por una procesión que se inició hace tres mil quinientos años en Grecia, y que escapó por el Mediterráneo para llegar hasta mis oídos en aquel instante recogido en esos ojos granadinos.


Recuerdo que tal vez pude derramar alguna lágrima. Cantó para acabar una canción de su padre, llamada Estrella, y la gente se puso de pie, mientras ella desaparecía entre toques de guitarras y palmas. Y comprendí que todos los caminos me había llevado hasta Enrique Morente, hasta aquel día de Diciembre de hace dos años en el que me desperté en París y escuché que acaba de morir. Y a los días vi a Granada salir a la calle, en procesión, para dar el último adiós al maestro. Sin antorchas, pero con muchos gemidos. Muchos gemidos que se hacían al final gemíos, y que me traían hasta el corazón directo de una cultura que no solamente es un cante, que no solo es música, sino una espada contra la muerte. Mi vida, mis muertos. El dulce dolor de estar condenado.   
   

martes, 14 de mayo de 2013

Duodécimo escalón




Mi vecino es un ser extraordinario. Digo mi vecino, porque dentro de la soledad hay estratos, y no es lo mismo estar solo con uno mismo, que estar solo rodeado de voces.
Atrás quedaron los días en los que me afanaba por escuchar cualquier rastro de vida, al otro la de la pared, de aquella muchacha iraní que tenía el silencio como modelo de vida y la discreción de sus amantes era tal que nunca vi un hombre llegar hasta las cimas del sexto piso de Cimarosa. Sin embargo, de aquellos ojos persas sólo queda el felpudo y una puerta cerrada en polvo.
Ahora las cosas han cambiado. A mediados de Enero, en pleno invierno y como los médicos del siglo XIX en los pueblos rurales de Castilla, llegó mi nuevo vecino a ocupar su cuarto. Aquello me puso contento desde el inicio. Por fin podría compartir mi triste pasillo con alguien, escuchar los pasos acercarse hacia la ventana que da al Sacre-Coeur, sentir el crujido de la madera a la altura del quinto piso. Por fin podría comprobar, también en mi soledad, que seguía respirando, que uno sabe que está vivo cuando se escucha su voz, y que al fin del cabo, no todos los humanos muerden y algunos hasta sonríen.


Las primeras conversaciones fueron un poco duras. Aquel hombre medía casi dos metros, y cada vez que lo veía, en la oscuridad del pasillo, parecía que había crecido un palmo. Siempre llevaba unos pantalones cortos de jugador de baloncesto, por debajo de la rodilla, y cuando se acercaba, su rostro aparecía con un peculiar muestrario de pecas.
Mi primera impresión fue una mezcla de alivio e inquietud. Quizá fuera un futuro amigo con el que compartir cerveza no muy lejos de aquí, en el bar de la esquina, a ocho euros la caña, o con el que ir al cine los domingos por la tarde, cuando ya la semana ha echado el resto y solamente queda la autocomplacencia. Pero no. Aquel ser extraordinario era también una persona tremendamente tímida, embargada por un tartamudeo que acentuaba mis dificultades para entender el francés. Los primeros meses fueron un fracaso en cuanto a relaciones internacionales por esta zona del pasillo en Cimarosa. Yo salía, le decía buenos días, y el contestaba levantando los ojos, como agradeciendo mi saludo.
Pero el silencio se me hizo insoportable al poco. Escuchar los pasos de un desconocido de dos metros, durmiendo a apenas unas baldosas de mi insomnio ventanero, se convertía en una especie de pesadilla. Me despertaba a eso de las dos de la mañana, encendía la radio e iba directo a ese momento de intimidad que tiene la noche con sus figuras: el cuarto de baño. Pero no caí en la cuenta hasta bien tarde que aquel baño ya no era solamente mío. Era un baño compartido. Y allí lo encontraba siempre, a las dos de la noche, a las tres de la tarde, a las ocho de la mañana, antes de acudir a la oficina. Allí estaba siempre, ocupando el trono del desahogo, leyendo quizá a los simbolistas franceses mientras esperaba una relajación suprema de su esfínter. Y yo mientras esperaba, furtivo, como un cazador sin noche, sentado en el pasillo, con el papel higiénico en una mano, y en la otra un libro cualquiera a prueba de esperas.  
( Noche de radio. Estrellita Gómez)

Aquello parecía un extraño ritual, una venganza, una maldición. Una guerra fría que duraba meses y meses. Hasta que yo decidí sacar mi ejército y poner las cartas sobre la mesa. Cada vez que el baño estaba ocupado yo corría a mi habitación y ponía música bien fuerte, hasta que lograba sacarlo de allí, con todo tipo de géneros musicales.
A las semanas yo ya no era capaz de saber la cantidad de palos flamencos que había tenido que escuchar este ser extraordinario que es mi vecino. De Camarón a Morente. Del Cigala hasta las versiones más tradicionales de Marifé de Triana. Soleás, bulerías, tangos, zambras. Toda la sangre del flamenco de mi tierra corría por el pasillo, a toda hostia y acuchillando la puerta del baño como sólo el cante hondo desgarra la garganta. Y entonces abría la puerta, y me saludaba con su gesto de ojos, y dejaba un aroma exótico y pesado en el ambiente, y yo me acordaba del tema de Antonio Mejías, que se llama Ando pero no respiro, y utilizaba el libro de turno para taponar mis fosas nasales.

Hasta que un día mi instinto corrió más rápido que su vientre. Salí al pasillo, abrí la puerta como si fuera un pistolero. Estaba vacía. Tenía mi libro dispuesto, encima de las rodillas, tranquilo, en la paz de los azulejos y de la cerámica. Y de repente lo escuché. Ya no sonaba flamenco, pero era un grito que podía competir con cualquier cantante jondo en plena faena. Era una voz muy aguda y salía desde el otro lado del pasillo, en la habitación de aquel ser extraordinario que era mi vecino. Una voz que se hacía cada vez más intensa. Yo puse la oreja pegada a la puerta, hasta que pude reconocer la forma, la textura, y hasta la densidad de esa voz. Se trataba de una mujer que estaba siendo fustigada por las fuerzas del amor. Pude ver durante los dos minutos (quizá dos minutos que pudieron ser tres tardes de invierno) como el inicio de fingimiento se convertía en una bola que llegaba hasta el estómago, y que se transformaba en caudales y caudales de gritos pequeños, más sinceros que los iniciales, hasta desembocar en un único grito, mezcla del corrimiento de tierras y de aguas bravas.
Salí del baño traumatizado, ahondando mi sensación de soledad. En mi casa el flamenco seguía sonando. Me tumbé en la cama, derrotado. Había ganado la posición del baño pero había entrado en un terreno donde se compaginaba la envidia, la rabia, y un poco el asco.
Los días siguientes intenté no entrar en el baño, y siempre hacía mis necesidades en la universidad, en la oficina, o en la calle. Intenté no cruzarme con mi vecino. Ese ser encantador que me devolvía todos los palos del flamenco con un gerundio universal: follando como si no hubiera un mañana.

lunes, 6 de mayo de 2013

La historia del Gaullismo en Francia



De Gaulle era un hijo de puta, pensé mientras veía ese libro, tan solo, olvidado en una banqueta mientras esperaba en la parada del autobús. Volví a pensar y modifiqué mi aseveración. De Gaulle fue un hijo de puta, maticé, y agarré de una vez por todas el libro. Se trataba de una historia del gaullismo, entre la Francia de la guerra mundial y el final de los años sesenta. Treinta años de mierda, centrales nucleares y autovías preciosas asfaltadas con el mejor alquitrán de toda Europa.
Llegó un hombre a mi vera y se sentó cerca de mí. Miraba el tiempo que le faltaba al bus para llegar. Estaba anocheciendo y se quedó contemplativo, justo al lado del libro que no era mío pero que yo agarraba como si lo fuera. Se encontraron nuestras miradas y me preguntó si me estaba leyendo esa historia de esa parte de la Francia. Yo le dije que  no, que apenas me lo había encontrado en la banqueta, y que yo, como español bueno que soy, no me gustaban mucho los militares, y menos los que tenían bigotillo.


Le presté el libro y supe en ese mismo instante que nunca más lo iba a volver a coger. Lo examinó con detenimiento y me dijo que ese historiador, el autor del libro, era el principal estudioso de Napoleón. Yo me reí, pensando que aquello, más que una obra histórica, iba a ser un panfleto político de alabanzas y flores a la derecha francesa. Y entonces una locomotora se encendió en mí y empecé a hablar de la cobardía de vivir en Londres mientras toda Francia se desangraba y Jean Moulin moría en un tren con destino a Berlín; hablé de aquel país precioso acosado por el azul del Mediterráneo  y las arenas del Sahara, que se llama Argelia, y de aquellas torturas y aquellos desaparecidos en nombre de la Madre Patria; recordé aquellos colegueos chamacanos y casposo con otro militar, este más bajo y con menos testosterona, Paco por la Gracia de Dios Franco Bahamonde; y la locomotora podría haber seguido hasta cualquier punto indefinido de la ciudad. Pero el señor me paró de golpe y me dijo que la cuestión no era tan fácil, y que la política tenía un guiño de más dentro de la complejidad de la vida. Y se excusaba y decía por todo lo alto que él no era gaullista, ni de derechas, que él era un votante de la izquierda, pero yo, pensando muy a mis adentros, no sabía qué era ser de izquierdas hoy en día en Europa. Aunque aquel hombre entendía que los países con dictaduras tan sangrantes no pudieran ver ni con gafas de sol a los militares. Lo mismo pasaba en los países del Este, dijo sonriendo.


Y llegó el autobús y los dos nos miramos, asintiendo y asegurando que nos íbamos a sentar en el mismo lugar durante el viaje. Nos acomodamos como si el destino fuera Budapest o Moscú, y al pasar por la Sorbona me dijo que esa misma tarde había representado una función en el patio. Me contó que era actor teatral desde que tenía 17 años. Yo imaginé una de esas vidas pegadas a las tablas, donde se confunden los nombres de los grandes teatros con el de las tabernas sucias y malolientes de provincias. Con el libro aún entre las manos, se quitó las gafas y se las colocó en el pelo, gris como los días, y me dijo que nunca había ido a España. Nunca. Y ese nunca sonó tan fuerte que estuvo a punto de reventar los cristales del bus y desbordar el Sena. Incluso he ido en autostop hasta Polonia, seguía diciendo, pero nada de España. Y volví a visualizar ese hombre inquieto con cuarenta años menos, con el pelo cubriéndole la nuca y un olor a carretera que no podía desprenderse de las matas y los hostales colapsados, en carreteras de segunda, atravesando las dos Alemanias y lo que antes era Checoslovaquia con sus respectivas checas rubias y tetonas.
   En cierta parada cerca de la Asamblea Nacional se subió una chica cuyo origen tuvo que haber sido hindú, pero que el mestizaje y las generaciones en Francia hicieron de ella un tono café y unos ojos verdes como el humo en las botellas de cristal. La muchacha se sentó a mi lado y enfrente del actor francés venido a menos. Se quedó mirando algo distinto a este chico joven que escribe y a ese señor mayor avinagrado. Se quedó mirando el rostro impreso y pétreo de De Gaulle. Estuvo unos cinco minutos analizando cada parte de la cara de aquel tipo que ni la hubiera considerado ciudadana francesa, a la vez que pasábamos por delante de la cúpula dorada de Los Inválidos, cuna y mortaja de Napoleón, un gaullista profético.

Pasaron los minutos. Todos quedamos en silencio, como si aquella presencia femenina no nos dejará pronunciar ninguna palabra. El actor francés miraba por la ventaba el curso tranquilo del río, y contempló el obelisco robado por Champollion en Egipto. Yo miraba hacia abajo, y la chica hindú, cada vez más preciosa, cada vez más anaranjada por el anochecer de las luces del tráfico en su cara, seguía absorta en el rostro de perro del general De Gaulle.
Se levantó de repente. Indicó la señal de parada del bus y se fue sin mirarnos. Cuando se fue del bus volvió la locomotora y esta vez tomó voz. Challe De Gaulle es un hijo de puta, y sin querer, lo dije en presente.