Me hizo recordar aquella escena, allá en la Edad Media,
en la que los cruzados atravesaban los campos y las fronteras con los
estandartes bien altos, apoyados en un hombro, y la tela se espolvoreaba en el
aire, mientras la forma hacia que un león rugiera, o que un dragón escupiera
fuego por la boca. Toda aquella gente iba uniformada: camisetas amarillas con
lemas políticos, calle abajo, haciendo un rumor de pasos de batalla que nos
inquietaba. Ya no se oían ni las bocinas de los coches, que tomaban la rotonda
de Victor Hugo con sumo cuidado, como si fueran a encontrarse carros de combate
al torcer la esquina.
Aquello no era un domingo cualquiera. Seba y yo nos habíamos
despertado tarde y cumplíamos los trámites propios de una mañana en un barrio
parisino donde todo estaba cerrado: paseábamos sin rumbo hasta que las calles eligieran
nuestro destino, observábamos el cielo que se ponía turbio (esa amenaza de
nubarrones primaverales), contábamos el número exacto de chicas a las que invitaríamos
a cenar, simples rostros anónimos que paseaban por la calle, de la mano de un
maromo o sujetando a un caniche.
Hasta que nos sentamos en un banco, enfrente de un
restaurante de lujo, como si fuéramos polizones de un barco donde toda la tripulación
vestía de seda, y nosotros, con un saco de patatas tapándonos las partes
nobles. Y fue cuando vimos aquellas grandes masas de gente con banderas, de todos
los departamentos de Francia: dragones, grifos, espadachines, ángeles voladores
con cabellos negros, flores de loto,
espadas retorcidas. Y la gente cantaba una canción que a mí me sonaba a misa, y
a Seba le sonaba a rancio. Dos chicas, vestidas al estilo indignado vaticano, asesoraban a la gente dónde comenzaba la manifestación
que estaba a punto de producirse por aquella zona.
Nosotros hasta el momento pensábamos que se trataba de un
desfile militar, o a lo sumo, de un partido de futbol medievalizado. Pero una
de las chicas se acercó hasta nosotros y nos comentó que se trataba de una manifestación
contra el matrimonio homosexual. Seba y yo esbozamos una sonrisa, poniendo
freno a un gran derroche de pasión burlesca de nuestra parte. La chica se recogía
el pelo hacia atrás e intentaba explicarnos, de forma muy apasionada, las
consecuencias funestas que tendría sobre la población la legalización del matrimonio
entre personas del mismo sexo. De la adopción ya no nos quiso ni hablar, y se
tapaba los ojos con las manos, y lanzaba un maullido de desesperación, como si
fuera un gato acorralado. Se veía que lo estaba pasando mal la pobre.
Nos invitó a ir con ella a la manifestación. Seba y yo,
dos extranjeros en Paris, en una ciudad que constantemente nos recordaba
nuestra condición de exiliados voluntarios (si la voluntariedad consiste en
emigrar para tener algo de futuro digno; movilidad
exterior, incultos), sin nada abierto para poder comprar una cerveza
caliente, tentados por el buen ángel de la guarda a protestar contra esa forma
de amar satánica e incoherente. Nos miramos y no supimos que decirle a la pobre
misionera de almas perdidas. Ella nos preguntó qué de donde éramos, y adivinó al poco, el águila, que veníamos de España, ese país ultra católico donde los
santos toman las calles todos los fines de semana. La chica se sintió en un
terreno amigo, pero vio en nuestros ojos algo maligno.
En efecto, empecé diciendo yo, en España el matrimonio
homosexual es legal desde el 3 de Julio de 2005, y la adopción también, y de
momento, no ha habido ningún caso de niños con bicefalia, trastornos del sueño
a causa de abusos sexuales, caída del cabello a causa de un cáncer provocado
por el hecho de tener dos padres, o dos madres. Y tampoco hay, continué
diciendo, una escisión del estado, ni las cornetas del apocalipsis se han pronunciado,
ni la tierra se ha rajado en cuatro partes, ni nos han invadido ejércitos tenebrosos,
ni a ningún español le ha salido cuernos en la frente por el hecho de legalizar
este tipo de unión.
La chica empalideció. Ahora sí que parecía un auténtico ángel
bajado directamente desde el lugar más elevado del cielo. Se echó hacia atrás,
convulsa aún por mis palabras. Miró hacia alguna parte, buscando una mirada cómplice,
algún otro cruzado que le ayudara en esta afrenta de infieles. Antes de que escapara,
le hablé en cambio de los otros pecados que debía soportar España. Le conté con
calma, con una sonrisa que se escapaba entre mis dientes, de un mausoleo muy
bonito, perdido en medio de la sierra madrileña, donde estaba enterrado un señor
muy bajo. Ella pareció no entender, pero le dije que en mi país, los dictadores
están enterrados en iglesias, bajo un cristo crucificados y flores siempre frescas
que huelen a incienso recién puesto. Le hablé de que la Iglesia Católica en España
nunca se había manifestado contra temas de primer orden, como la pobreza, el
abuso a menores, la violencia de género, que ellos consideran violencia doméstica,
el abuso que se lleva a cabo contra los trabajadores, el paro juvenil, las
diferentes guerras en las que ha estado envuelto el estado en los últimos diez años.
La miré directamente a los ojos y le dije que yo había visto todo eso. Yo, le
dije, que he visto como se reconstruía antes una iglesia que dar dinero a los
afectados por un terremoto, que no tenían donde caerse muertos, yo, que había visto
como atentaban contra la educación pública y nos imponían la religión católica
al mismo nivel que la lengua o las matemáticas, enmascarándola en ciertas
asignaturas llamadas Valores. Yo, que
he visto beatificar a miles de curas asesinados durante la guerra civil pero
sin embargo, hay centeneras de miles de maestros, funcionarios, campesinos, políticos,
enterrados en fosas comunes vaya usted a saber dónde. Yo he visto todo eso,
preciosidad, le dije, mientras ella me miraba aterrorizada, pensando que era el
anticristo convertido en un español con resaca.
Seba y yo nos levantamos y nos fuimos. La calle estaba
llena de familias, niños pequeños que jugaban con sus banderitas. Padres de
familia responsables, madres educadas con peinados de moda. Sacerdotes por
todas partes, que sonreían y daban consejos sobre la marcha. Un domingo en su máxima
expresión, pensamos Seba y yo. Reflexionamos que era curioso que la manifestación
se produjera en el barrio más caro de París, donde las rentas eran más altas,
donde un simple café se pagaba a cinco euros. Intentamos imaginarnos la misma manifestación
en Belleville, o en Barbes, y no nos salía una imagen real en la cabeza.
Aquella gente de los arrabales de París tenía otras preocupaciones: el paro, la
pobreza, la droga, el racismo, la pobre educación que recibían sus hijos. Tal vez
será cosas de ricos, esto de cumplir con el alma, de familias aburridas y
sacerdotes tediosos que hartos de ver los cuadros de la pared y las telarañas en
su vida, salen a la calle a agitar un poco sus tristezas y sus miedos.