Las vi aparecer años atrás, siempre por
separado, aunque fueran la misma mujer. Tenía yo quince años, o creo recordar
que tenía quince años, ese verano en que agarré por primera vez La ciudad y los perros, un libro verde
cuya portada me fascinó. Dos perros que intentaban morderse entre ellos, o
intentaban alcanzar sus colas. Eran dos perros preciosos que daban la espalda
al espectador, como si estuvieran protegiendo el libro, las palabras que en él
se almacenaban, los secretos que guardaba, esas tardes que me descubrirían,
semanas después, que Miraflores era una playa, un acantilado, y chicas morenas
que venían a moverse delante de mí, mientras las olas impactaban en la arena,
impasibles.
Veía bajar a Helenita, en bañador, con
el cuerpo aun seco, recién crecido, salido de la infancia. Yo con mis quince
años, viendo cuerpos a través de las lecturas, mientras mi abuela impartía la
baraja encima de la mesa, mi madre estiraba las piernas en el balcón, esperando
a que mi padre volviera del trabajo, y yo escuchando a Alberto, el poeta,
escribiendo cartas fervientes y haciéndose el dormido para que sus compañeros
de la escuela militar no le partieran la boca.
Otras veces las veía a través de una
canción. Por aquel entonces estaba descubriendo que Latinoamérica no era
solamente una porción de tierra exótica, llena de selva y de guayaba, en donde
se hablaba un idioma como el mío, dulcificado, con un verbo más suave. No,
aquello era mucho más. Desde siempre, haciendo deberes en la cocina, escuchando
el disco de Los Panchos de mi madre, que siempre se rayaba en la canción siete,
allá por el ojos negros, piel ca, y
saltaban chispas en la voz hasta hacerla incomprensible. Llegaron entonces
otros nombres. Silvio Rodríguez esparcía su guitarra cuando me quedaba solo, y
las lecturas se me hacían eternas, en ese momento de tranquilidad que marcan
las doce y media de la noche, con las tareas cumplidas, y yo me ponía a girar
en la cama, una mujer se ha perdido,
y yo imaginaba la mujer, como si fuera un cuadro abstracto, recubierto de azul,
conocer el delirio y el polvo, y me
imaginaba que algún día yo también tocaría una guitarra, aunque fuera de una
forma muy torpe, con mucho cuento, y que cantaría las soledades de esos hombres
que siempre andaban solos y siempre eran rechazados por mujeres morenas y
estivales.
Ya era el continente americano una
realidad para mí. Y con la realidad llegaron las palabras. Llegaron los
discursos. Las ideas. Fue en ese momento cuando conocí a Salvador Allende. No recuerdo
mi edad. Salía del instituto y encendí la televisión con un mero instinto de
dejarme llevar por la cotidianidad. En ella salió de repente ese señor que
tenía pinta de anciano-casino, de hombre que va a misa todos los domingos y que
mira a los demás como si tuvieran que pedirle permiso para respirar por el
simple hecho de compartir el mismo aire. Ese día descubrí quien era Pinochet,
que por aquel entonces estaba vivo, y también descubrí quien era aquel médico
socialista que un día soñó América y que tenía unas enormes gafas negras de
pasta, las gafas más hermosas que había visto en mi vida, con su casco puesto
en la cabeza, y una metralleta entre sus manos, como si fuera el último anhelo
de un pueblo que se muere. Fue un día triste, descubrir que aquel continente
cargado de misterios y de libros donde todo era posible, también estaba lleno
de pequeños demonios emplumados y que
por los subterráneos de la tierra se movía una gran cloaca.
Quizá, viendo esa parte negativa, fue
cuando llegó a mí uno de los amores más grandes de mí vida. El cubo de cristal
que refleja un mismo idioma, cantado en tonos diferentes. Y era fácil el acercamiento,
viviendo en Lorca, una ciudad cuya inmigración ecuatoriana rozaba el veinte por
ciento. Y los veía salir por las mañanas, temprano, con el frío restando en sus
caras curtidas y quemadas, esperando un autobús para ir al campo, a trabajar. Y
los veía sentarse en las sillas vecinas, en el instituto, esas personas que
tenían nombres extravagantes, y apellidos que sonaban a antigüedad, y siempre
eran el otro. Para todos nosotros eran los otros. Y yo aprendía mucho de sus
historias, de sus infancias, en la sierra, donde las ciudades se elevan a más
de tres mil metros de altura y el mar no es una charca infectada de petroleros
y de imperios desmoronados, sino que es un océano hermoso y turquesa, rabioso
cuando ladra en la playa. El Pacífico. Y me arrepiento de no haberlos escuchado
más, a esos colegas latinoamericanos que hacían de mis quince años un enorme
monumento a los dioses muertos de los incas, de los mayas y de los aztecas. Si.
Sus caras eran dioses que pertenecían a una mitología diferente a la mía.
Por eso sonrío cada vez que las miro. A las
tres, que han estado llamándome durante tantos años. Que han pertenecido a la
familia Buendía, que han comido tierra mojada y cal de las paredes en las
noches de insomnio en Macondo, que han tocado los instrumentos de Los pasos perdidos, han aparecido por
una esquina rosada, viajando hacia el sur, cerca de Buenos Aires, han sido
amantes del narcotráfico, en los veranos de Sinaloa, y atravesaban el Orinoco en piraguas,
impulsaban las canteras de versos de Neruda, pasaban hambre chapoteando en los
barcos, con los pies descalzos, descubrían cada mañana las alturas de Machu Pichu,
visitaban a Juan Pablo Castel en la
cárcel, me daban pisco por las noches, cuando me encontraba solo. Me hablaban
de Cuba y de las medidas de la soledad.
Y son tres, pero han sido tantas. Han sido
una. Solamente una. Han sido millones. Cada relato. Han sido cada relato. Desde
Argentina a Mexico. Han sido cordilleras, lagos, ríos, desaparecidos, caras,
muslos, espina, ojos, cabellos, lluvia y caminos de piedras y burros. Son una
chilena, una peruana y una ecuatoriana. Cada una con su historia. Cada una con
una casa a sus espaldas, con despedidas, con cartas retrasadas. Cada una con
dos relojes en las muñecas. Uno con la hora parisina. Otro con la hora a la que
se despiertan en su país. Son tres y son tres mil millones. Son mis quince años
realizados. Las páginas que me faltaban para acabar algunos libros. Son una
cena a la semana, unas cervezas sin hora de recogida, unos apuntes de geopolíticas,
los descansos de cinco minutos entre
clase y clase, el frío, que nos tiene desacostumbrados. Son una palabra hermosa
y terrible, que nos hace estremecernos cada vez que la nombramos, una palabra
que nos define, que nos convierte, una palabra con plumas, una palabra que
lleva dos hachas, una divinidad que supera cualquier idioma, cualquier
ideología. Son las hijas de la Madre Tierra. Son Huitzilopochtli, una guerra
perdida en el siglo XIX, y un idioma que hace estremecerme.