Nos despertó un golpe seco sobre el
cristal. Habíamos perdido la noción del tiempo. Mi hermano controló la hora
desde su teléfono móvil. Todavía no eran las tres de la mañana. Todo estaba
oscuro a nuestro alrededor. El autobús había parado en una estación de
servicio, a las orillas de una autopista
poco iluminada, en dirección a París. La gente salía del autobús y se encendían
cigarrillos para combatir el frío y el sueño de un mal viaje. Se situaban en
círculo, adentrándose por las formaciones de árboles, que no llegaban a ser
bosque, y se perdían unos instantes, hasta que a lo lejos, se veía la marca
incandescente del cigarrillo, moverse con el ritmo de los pasos.
Era gente singular. Era gente rara. El autobús
no estaba ni mucho menos lleno. Apenas unas plazas ocupadas en la parte de
atrás. Rostros sombríos, desconocidos. Anónimos. Escuché años atrás que las líneas
de autobuses nocturnas son un hervidero de droga, armas y demás objetos dados
al tráfico. Pero lo que mi hermano y yo veíamos en ese instante era gente
cansada, gente que no podía ni tenerse en pié. Contamos. Quizá no había ni un
solo francés entre los pasajeros. Inmigrantes. Los billetes a buen precio, y
kilómetros y kilómetros de carreteras. Aduanas peligrosas y pasaportes
incompletos.
Entonces otro golpe seco sobre el
cristal nos devolvió al día anterior. Era temprano. La Gare de l’Est nos acogía
con la frialdad de los viajeros que no tienen nada que perder. Esperamos una
hora en las banquetas y subimos a nuestro tren. El periódico dice que la epidemia también ha llegado a Estrasburgo este
verano y que se estima que han muerto dieciseismil almas. Atravesábamos los
campos de Francia al ritmo vertiginoso del TGV, esa joya francesa de los medios
de transporte, que alcanza los doscientos kilómetros por hora, y que comunica
toda Europa en tan solo unas horas. Uno va a Londres y vuelve a París en un
solo día. En estos términos, las guerras durarían menos hoy en día.
Llegamos a Estrasburgo poco antes de la
hora de comer. Mediodía. Niebla. Cinco grados de diferencia con París. Mi
hermano controlaba mentalmente el trayecto del viaje. La que estaba a nuestro
lado, me decía, estaba de vértigo. De vértigo, le contesté. En un vagón donde
el silencio había sido impuesto por las estrictas normas de la compañía
ferroviaria, nos sumergimos ambos a nuestras lecturas. El descubría a Onetti, y
yo seguía con el inabarcable “Cambio de Piel”. Curiosamente, durante las dos
horas de tren, el relato se centraba en sucesos acaecidos en Estrasburgo, en la
Edad Media: En este asunto de la peste
los judíos en todo el mundo han sido injuriados y acusados de haberla causado
envenenando el agua y los pozos y por esta razón los judíos están siendo
quemados del Mediterráneo a Alemania…” y las páginas seguían pasando, como
premoniciones de los que nos podía suceder en una ciudad desconocida, nunca
vista antes, ni en fotos.
Salimos de la estación central y atravesamos
el pequeño canal que aísla el casco antiguo. La ciudad estaba hecha como de
arena. Por todos lados encontrábamos carteles escritos en alemán, lengua que
nos parecía completamente imposible. Todas las casas eran bajas, y tenían
tejados de dos aguas, por donde corría el agua de la lluvia, descendiendo hasta
el suelo, arrastrando hojas y trozos de madera viejos. De los ventanales de las
casas colgaban banderas de Alsacia y de la Unión Europea. Caminábamos perdidos,
sin ningún mapa al que agarrarnos, por la inercia de los pasos que se
encuentran, de una plaza llamativa a lo lejos, de unos árboles alineados en
dirección a siglos anteriores. Apenas había turistas. Mi hermano llevaba una
mochila con nuestras escasas pertenencias, lo justo para unos tres días de
viaje. Pensábamos dormir esa noche en Estrasburgo y a la mañana siguiente
partir hacia Alemania. Un amigo me habló hace años de una ciudad-balneario muy
cerca de la frontera francesa. Se llamaba Baden Baden. Como una ciudad con un
enorme espejo delante. Baden Baden. Como París París. Como Berlín Berlín. Queríamos
introducirnos un poco en la cultura alemana. Pasar unas horas en la ciudad. Quizá
una noche. Debíamos mirar precios. Al día siguiente de llegar a la ciudad
alemana, pensábamos que era posible bajar hacia el sur, hasta Suiza. Pasar una
noche en Zúrich, intentar ver de lejos las alturas del Mont Blanc, y dar final
a nuestro viaje en Milán, donde mi hermano salía el sábado por la tarde. Fin del
viaje. Pero no todo iba a ser tan fácil en la ciudad de las dos naciones.
Encontramos una parada de tranvía. La gente
esperaba sentada en las banquetas, como si no respiraran. El frío cada vez era
más sólido. La ciudad era un misterio. Calles nunca vistas. Nombres nunca
oídos. Torres jamás exploradas. Hacia arriba. Esa obsesión humana de conquistar
el cielo con la arquitectura. Un timbre seco. El tranvía llegaba. Compramos rápidamente
dos billetes en una máquina. Nos montamos. Los ciclistas nos rodeaban. Pasaban rozando
el vagón del tranvía. Giros improvisos. La ciudad se giraba como una serpiente
que intenta huir de un águila. Sacamos los documentos. La calle del hotel
estaba en dirección hacia el oeste de la ciudad. Al lado de una sinagoga y del
Palacio del Rhin. Cuando leí ese nombre me sentí estúpido. El Rhin pasa por
Estrasburgo. Primera noticia. Miré a mi hermano. No hacía falta preguntarle que
él tampoco lo sabía.
Atravesamos un mercado. Sería miércoles.
El día del mercado, pensé yo, pero no tenía ni idea. Otra vez giros del
tranvía. El sueno oxidados de los raíles partiendo las losas de la calzada. Y un
nuevo canal que atravesábamos. Dejábamos el casco antiguo en su isla, en su
fortaleza contra la modernidad. Y vimos el palacio del Rhin, quieto, con una
bandera francesa ondeando en la parte más alta de su cúpula de cristal. Qué rara
se ve esa bandera en esta ciudad, pensaba yo, sabiendo que mi hermano debía
pensar lo mismo.
Y el altavoz sonó más ronco que nunca. Dijeron
el nombre de nuestra parada. Nos bajamos muy rápidos. Apenas teníamos tiempo de
salir cuando las puertas ya se estaban cerrando otra vez. Nos quedamos parados
unos minutos. Se veía una gran sinagoga delante de nosotros. Parecía un templo
griego de esos que estudiamos en los libros de historia del Arte. Pero era
mucho más complicado. Tenía restos orientales. Un gran candelabro de siete
brazos colgaba de la pared, justo al lado de la bandera francesa, siempre por
todas partes. Detrás de la sinagoga, un parque. Un parque inmenso y denso. Lleno
de árboles, de cuervos que buscan insectos por la tierra.
Mi hermano y yo buscamos la dirección
exacta del hostal. Y fue en ese momento cuando escuchamos ese estruendo sobre
nuestras cabezas. Ese ruido que nos estaba persiguiendo desde que lo vi bajar
del autobús, en París, tras un mes y medio sin verlo. Ese estruendo que nos
despertaría horas después, de noche, cuando volvíamos en dirección a París,
sobre los cristales del autobús. Se paró el día. Alguien rompió el equilibrio
entre la ciudad y los ciudadanos. Miramos aturdidos. Un tranvía detenido en
mitad de las vías, sin haber podido llegar a su parada. Una bicicleta debajo,
metida entre los raíles y las losas partidas. Los pasajeros agolpados a los
cristales. Los transeúntes que acudían asustados. El parque que crecía conforme
sus árboles se movían, con el viento. Crecía, queriendo apoderarse de toda la
ciudad, del tranvía, y del ciclista. Esperemos que no haya nadie debajo, le
dije yo a mi hermano, mientras veíamos las ruedas de la bicicleta atrapadas en
la serpiente.