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sábado, 27 de octubre de 2012

La noche húngara (I): El apogeo de la serpiente



Nos despertó un golpe seco sobre el cristal. Habíamos perdido la noción del tiempo. Mi hermano controló la hora desde su teléfono móvil. Todavía no eran las tres de la mañana. Todo estaba oscuro a nuestro alrededor. El autobús había parado en una estación de servicio, a las orillas  de una autopista poco iluminada, en dirección a París. La gente salía del autobús y se encendían cigarrillos para combatir el frío y el sueño de un mal viaje. Se situaban en círculo, adentrándose por las formaciones de árboles, que no llegaban a ser bosque, y se perdían unos instantes, hasta que a lo lejos, se veía la marca incandescente del cigarrillo, moverse con el ritmo de los pasos.
Era gente singular. Era gente rara. El autobús no estaba ni mucho menos lleno. Apenas unas plazas ocupadas en la parte de atrás. Rostros sombríos, desconocidos. Anónimos. Escuché años atrás que las líneas de autobuses nocturnas son un hervidero de droga, armas y demás objetos dados al tráfico. Pero lo que mi hermano y yo veíamos en ese instante era gente cansada, gente que no podía ni tenerse en pié. Contamos. Quizá no había ni un solo francés entre los pasajeros. Inmigrantes. Los billetes a buen precio, y kilómetros y kilómetros de carreteras. Aduanas peligrosas y pasaportes incompletos.
Entonces otro golpe seco sobre el cristal nos devolvió al día anterior. Era temprano. La Gare de l’Est nos acogía con la frialdad de los viajeros que no tienen nada que perder. Esperamos una hora en las banquetas y subimos a nuestro tren. El periódico dice que la epidemia también ha llegado a Estrasburgo este verano y que se estima que han muerto dieciseismil almas. Atravesábamos los campos de Francia al ritmo vertiginoso del TGV, esa joya francesa de los medios de transporte, que alcanza los doscientos kilómetros por hora, y que comunica toda Europa en tan solo unas horas. Uno va a Londres y vuelve a París en un solo día. En estos términos, las guerras durarían menos hoy en día.


Llegamos a Estrasburgo poco antes de la hora de comer. Mediodía. Niebla. Cinco grados de diferencia con París. Mi hermano controlaba mentalmente el trayecto del viaje. La que estaba a nuestro lado, me decía, estaba de vértigo. De vértigo, le contesté. En un vagón donde el silencio había sido impuesto por las estrictas normas de la compañía ferroviaria, nos sumergimos ambos a nuestras lecturas. El descubría a Onetti, y yo seguía con el inabarcable “Cambio de Piel”. Curiosamente, durante las dos horas de tren, el relato se centraba en sucesos acaecidos en Estrasburgo, en la Edad Media: En este asunto de la peste los judíos en todo el mundo han sido injuriados y acusados de haberla causado envenenando el agua y los pozos y por esta razón los judíos están siendo quemados del Mediterráneo a Alemania…” y las páginas seguían pasando, como premoniciones de los que nos podía suceder en una ciudad desconocida, nunca vista antes, ni en fotos.
Salimos de la estación central y atravesamos el pequeño canal que aísla el casco antiguo. La ciudad estaba hecha como de arena. Por todos lados encontrábamos carteles escritos en alemán, lengua que nos parecía completamente imposible. Todas las casas eran bajas, y tenían tejados de dos aguas, por donde corría el agua de la lluvia, descendiendo hasta el suelo, arrastrando hojas y trozos de madera viejos. De los ventanales de las casas colgaban banderas de Alsacia y de la Unión Europea. Caminábamos perdidos, sin ningún mapa al que agarrarnos, por la inercia de los pasos que se encuentran, de una plaza llamativa a lo lejos, de unos árboles alineados en dirección a siglos anteriores. Apenas había turistas. Mi hermano llevaba una mochila con nuestras escasas pertenencias, lo justo para unos tres días de viaje. Pensábamos dormir esa noche en Estrasburgo y a la mañana siguiente partir hacia Alemania. Un amigo me habló hace años de una ciudad-balneario muy cerca de la frontera francesa. Se llamaba Baden Baden. Como una ciudad con un enorme espejo delante. Baden Baden. Como París París. Como Berlín Berlín. Queríamos introducirnos un poco en la cultura alemana. Pasar unas horas en la ciudad. Quizá una noche. Debíamos mirar precios. Al día siguiente de llegar a la ciudad alemana, pensábamos que era posible bajar hacia el sur, hasta Suiza. Pasar una noche en Zúrich, intentar ver de lejos las alturas del Mont Blanc, y dar final a nuestro viaje en Milán, donde mi hermano salía el sábado por la tarde. Fin del viaje. Pero no todo iba a ser tan fácil en la ciudad de las dos naciones.
Encontramos una parada de tranvía. La gente esperaba sentada en las banquetas, como si no respiraran. El frío cada vez era más sólido. La ciudad era un misterio. Calles nunca vistas. Nombres nunca oídos. Torres jamás exploradas. Hacia arriba. Esa obsesión humana de conquistar el cielo con la arquitectura. Un timbre seco. El tranvía llegaba. Compramos rápidamente dos billetes en una máquina. Nos montamos. Los ciclistas nos rodeaban. Pasaban rozando el vagón del tranvía. Giros improvisos. La ciudad se giraba como una serpiente que intenta huir de un águila. Sacamos los documentos. La calle del hotel estaba en dirección hacia el oeste de la ciudad. Al lado de una sinagoga y del Palacio del Rhin. Cuando leí ese nombre me sentí estúpido. El Rhin pasa por Estrasburgo. Primera noticia. Miré a mi hermano. No hacía falta preguntarle que él tampoco lo sabía.

Atravesamos un mercado. Sería miércoles. El día del mercado, pensé yo, pero no tenía ni idea. Otra vez giros del tranvía. El sueno oxidados de los raíles partiendo las losas de la calzada. Y un nuevo canal que atravesábamos. Dejábamos el casco antiguo en su isla, en su fortaleza contra la modernidad. Y vimos el palacio del Rhin, quieto, con una bandera francesa ondeando en la parte más alta de su cúpula de cristal. Qué rara se ve esa bandera en esta ciudad, pensaba yo, sabiendo que mi hermano debía pensar lo mismo.
Y el altavoz sonó más ronco que nunca. Dijeron el nombre de nuestra parada. Nos bajamos muy rápidos. Apenas teníamos tiempo de salir cuando las puertas ya se estaban cerrando otra vez. Nos quedamos parados unos minutos. Se veía una gran sinagoga delante de nosotros. Parecía un templo griego de esos que estudiamos en los libros de historia del Arte. Pero era mucho más complicado. Tenía restos orientales. Un gran candelabro de siete brazos colgaba de la pared, justo al lado de la bandera francesa, siempre por todas partes. Detrás de la sinagoga, un parque. Un parque inmenso y denso. Lleno de árboles, de cuervos que buscan insectos por la tierra.


Mi hermano y yo buscamos la dirección exacta del hostal. Y fue en ese momento cuando escuchamos ese estruendo sobre nuestras cabezas. Ese ruido que nos estaba persiguiendo desde que lo vi bajar del autobús, en París, tras un mes y medio sin verlo. Ese estruendo que nos despertaría horas después, de noche, cuando volvíamos en dirección a París, sobre los cristales del autobús. Se paró el día. Alguien rompió el equilibrio entre la ciudad y los ciudadanos. Miramos aturdidos. Un tranvía detenido en mitad de las vías, sin haber podido llegar a su parada. Una bicicleta debajo, metida entre los raíles y las losas partidas. Los pasajeros agolpados a los cristales. Los transeúntes que acudían asustados. El parque que crecía conforme sus árboles se movían, con el viento. Crecía, queriendo apoderarse de toda la ciudad, del tranvía, y del ciclista. Esperemos que no haya nadie debajo, le dije yo a mi hermano, mientras veíamos las ruedas de la bicicleta atrapadas en la serpiente.     


lunes, 22 de octubre de 2012

Gare de l'Est



Llegamos una mañana fría de Octubre pero los sucesos ocurrieron en otras mañanas diferentes. Con algunas décadas de distancia, entramos mi hermano y yo en la Gare de l’Est, dispuestos a tomar un tren que nos llevara en dirección a Estrasburgo y Alemania. Ligeros de equipaje, la madrugada se colaba por la gran vidriera que daba entrada al viajero. Las pisadas se confundían en el suelo. Las ediciones antiguas de periódicos arrugados. Los vasos de café vacíos. Los avisos de los trenes que parten llenos. Y un susurro de incertidumbre que se perfilaba en cada vagón antes de cerrar sus puertas, antes de arrancar los rotatorios metálicos de las máquinas. Antes de coincidir el gran reloj que pendía del centro de la estación con una hora escrita en tinta negra en el billete correspondiente.


1914. Las calles de París son un hervidero. Se escuchan golpes de tambores. La gente se agolpa en los cafés. Las terrazas se hacen palcos de gala. Todo el mundo tiene la palabra Francia escrita en una manga, en una bandera, en un fusil. El 28 de Julio Alemania le declara la guerra a Rusia. El verano entra directamente por los grandes bulevares de París. Se agitan vientos de cambios. Francia le declara la guerra ese mismo día a la Triple Alianza. Las marchas de soldados franceses se dirigen hacia la Gare de l’Est, la salida hacia la parte oriental de Europa. Muchos cantaban la Marsellesa. Otros guardaban silencio. Nadie había oído hablar de la guerra nunca, salvo a los mayores, en el siglo pasado. La guerra, como un espejismo guardado en un museo arqueológico. Como una pistola colgada en un salón. Un uniforme al que se lo comen las polillas. Una fotografía de los tiempos en los que no había cámaras fotográficas.
Y los trenes partían llenos. Las mujeres despedían a sus hombres eufóricos. Los besaban en la boca. Guardaban el último aliento de la partida en unos labios rojos y frescos. Las madres lloraban. Contenían la respiración. Saben más por madres que el dolor está al otro lado de las vías, al otro lado de las trincheras, donde el frío se hace carne y las balas silban como pájaros asustados.


Aquella generación que partió una mañana hacia el frente, dirección Alemania, se quedó en un valle a escasos kilómetros de París. Su cuerpo, amoratado y sin vida, se llamó Verdún. Ese fue el escenario de sus últimas noches. Kilómetros y kilómetros de trincheras. Días iguales a los laberintos que escarban las hormigas debajo de la tierra. Entre 377.000 y 542.000 fueron las bajas del lado francés. Un número similar las del bando alemán. Meses después, en 1918, los pocos soldados que habían sobrevivido a esos cuatro años de locura, volvían con el casco entre las manos y los abrigos rotos, procedentes de un tren cuyo destino final era la Gare de l’Est. En los andenes, más madres que soldados. Y las calles hicieron memoria de esa vuelta. Y las banderas que colgaban en las calles, con la victoria, se movían recordando las bajas, los desaparecidos, los andenes llenos. Los trenes con billete de ida, pero sin trayecto de vuelta. Un once de noviembre. Un tropiezo antes de la caída final.
Y mi hermano y yo volvíamos a mirar el reloj. Aun faltaba una hora para que saliera nuestro tren. La Gare de l’Est tranquila. Quién diría que fue la madre de todas las batallas de la primera mitad del siglo XX. Mirábamos más allá de los andenes. Si agudizas la vista, me decía mi hermano, puedes encontrar Alemania, a lo lejos. Y yo afilaba la mirada. Dos horas de viaje hacia el este y cambiará el idioma. El país de la redención.


1940. Llevamos un año de guerra. Alemania, en un éxtasis de locura, invadió Polonia. Francia, nuevamente, le vuelve a declarar la guerra. Un año de silencio. Un año de oscuridad. No ha pasa nada. Un año que es un hilo que en cualquier momento se puede cortar. Esas Parcas que controlan la fortuna, que distribuyen la muerte. Que deciden la hora de la partida de los trenes. Las largas colas de militares, uniformados, con un paso irregular, cansados, se aproximan a las inmediaciones de la estación. Veintiséis años desde la última marcha. La vida, como un círculo que se atropella a sí mismo. Como un espejo que se repite y se quema cada vez que lo miras. No hay euforia. No hay cánticos. Muchos de estos soldados también partieron en esos mismos trenes, hacia el este, hacia Alemania, en la I Guerra Mundial, no hacía tanto. Ellos solo fueron unos pocos de los que volvieron. Ahora parten de nuevo. Muchas madres de las de antes ya no están. Pero la vida trajo nuevas madres, nuevas novias. Nuevas necesidades. Nuevos adioses. Y esa música fúnebre que pone el silencio en ciertas despedidas. Esta vez es diferente. Esta guerra huele diferente. Hitler. El nazismo. Años de humillación. Años de incomprensión. La incultura. El racismo. El mirar hacia otro lado. Francia, miraste hacia otro lado. Miraste hacia otro lado mientras otros países se pudrían. Y la máquina motora vuelve a acelerar. Vuelve a expulsar humo de su boca. Los trenes parten llenos. Los trenes son grandes almacenes de carne podrida que aun respira.


Pocos meses después, París es un ejemplar más de la colección personal de Hitler. Un gran desfile militar mancha Champs Elysees. Los nazis hacen suya la ciudad. La bandera francesa cae. Llega la oscuridad. Los años bárbaros. Francia se rinde, se humilla. Se crea la Francia de Vichy, un gobierno títere y aliado de la Alemania Nazi. No se entiende la historia. Los propios franceses culpando a los propios franceses. Los años bárbaros. Empiezan las listas. Esas listas negras con apellidos comunes. Juifs. ¿Tu apellido?  Levi. Strauss. Goldin. Sefarad. Pérez. Todos al vagón. Todos dentro. ¿A dónde vamos? Todos dentro. El vecino es el enemigo. El demonio es el vecino. Un simple vendedor de pan. Enemigo. Juifs. Un escultor. Enemigo. Juifs. Un artesano de joyas. Enemigo. Juifs. Un profesor de literatura. Enemigo. Juifs. Un niño de siete años. Enemigos. Juifs. Todos al vagón. Todos dentro. Si, lo pone en su apellido. Juifs. Hacia la degradación del género humano. ¿Quién iba en esos vagones? Son judíos. Son franceses. Son españoles. Son exiliados. No. Son personas. Juifs. Vagones sin taburetes. Todos de pie. Dos semanas de viaje sin descanso. No hay comida. Juifs. Adelante. Zarpen ya. ¿Cuántos trenes salieron esa mañana de la Gare de l’Est?  Cada persona un tren. Cada tren un holocausto. Juifs. ¿Dónde estábamos cuando sucedió todo esto? ¿Dónde estaba el hombre cuando se despertó la bestia? ¿Dónde estaba Dios? Preguntó un señor de blanco. No. No se confundan. Nosotros fuimos la bestia. Ochenta mil judíos en unos trenes que no tenía retorno. ¿Hacia dónde van? Todos conducíamos esa locomotora, en cierto sentido, todos íbamos en ella, en cierto siento. 1942. El año de la vergüenza. 1943. El año de la vergüenza. Los trenes parten llenos. 1944. El año de los trenes de regreso. ¿Quiénes vuelven? No son personas. Si. Ahora empiezan a ser personas. Les quitaron ese privilegio. No son personas. ¿Y quien se lo ha hecho? Tampoco son personas. 1945. Los trenes vuelven a salir de Gare de l’Est. No nos atrevemos a mirarnos en el espejo. Somos un género de escombros que perdió su camino. Y los trenes cobran su normalidad, sus rutas comerciales. Las ciudades se superan. Los nombres franceses pasan a nombres alemanes, Estrasburgo en medio. Las banquetas vuelven a los vagones. No más paradas forzosas. No más nieve rasa en el filo de las vías. Qué largos fueron esos viajes, Semprún. Qué largas las esperas de los que se quedaron. Qué larga la condena de los que conducían las locomotoras.


Veinte minutos y salimos, me dijo mi hermano desde la otra parte de la banca. A nuestro lado un grupo de turistas rusos esperaba embarcar con destino a Berlín. Una familia francesa, estrictamente vestida, ocupaba nuestro mismo camino. Vagón seis. En dos horas estaremos en Estrasburgo, le dije a mi hermano. La locomotora no era de humo. Los tiempos habían cambiado. El revisor nos miraba con cara de mañana, sin ganas de trabajar. Sus tiques. Todo en orden. Y nos fuimos alejando de París por el Este, atravesando millones de nombres y apellidos, pueblos anónimos, valles verdes y oscuros, que un día, también, vieron en el Este el silencio de unos raíles que se acercaban entre la niebla.
    

viernes, 19 de octubre de 2012

Sexto escalón



Lo mismo que hace cinco años, en un Colegio Mayor de Granada. Mi habitación nada más salir de las escaleras de la primera planta. La tuya, a cien metros, rodeada de puertas cambiantes, a lo largo del pasillo, pasado los ventanales de donde nunca colgaban banderas. Por aquellos tiempos, Holden Caulfield, un chico honesto, se afeitaba en el baño de su residencia, en New York, pocos minutos antes de machacarle el ojo izquierdo de un puñetazo a un compañero que pasaba por ahí. Cuántas veces soñamos ir en ese puño cerrado, en ese puño categórico que devolvía la justicia a los más débiles, bajando siempre a última hora al comedor, entrando en el cineclub, o sentados, leyendo el periódico reservado para “rojos” en la sala común.
Y otra vez los de antes. Los suecos que celebraban las derrotas de la selección española. Los que se emocionaban viendo la mirada perdida de Iñaki Gabilondo en una habitación vacía, atravesada por los cuerpos de gimnasio. Los que se ocultaban los nombres de las chicas, por miedo a ser sustituidos, por miedo a ser desplazados. Los que escribían relatos nefastos allá por el mes de Febrero. Los de antes, en una noche como esta, en otra ciudad no tan distinta a las otras. Los hombres más peculiares, esta vez sin nieve.


Salimos a pasear un poco. Había parado la lluvia. Ya era completamente de noche. La ciudad encharcada, llena de hojas, vacía. No teníamos un rumbo fijo. No queríamos sorprendernos, no intentábamos descubrir nada nuevo. Solamente una hora de paseo antes de que se nos acoplara el cuerpo al hambre. Bajamos por Avenue Kleber hasta parar en Trocadero. Con un poco de niebla, la Torre Eiffel parecía menos turística, se hacía menos evidente, se escondía, volvía a nacer. Hasta nos olvidamos que había estado siempre allí, que la habíamos visto tantas veces al cruzar el río, al salir de una calle estrecha, al encender la tele y ver un anuncio de colonias. La punta de la torre desaparecía. Un haz de luz intercedía entre los chubascos. A veces caía agua, pausada, triste. Otras veces era la luz la que nos golpeaba la cara. Trocadero silencioso, como si hubiera llegado ya la madrugada.
Dejamos a un lado el cementerio de Passy, rebasado por sus altos muros de piedra. El monumento a la primera guerra mundial se perdía entre las hojas de los árboles, entre las enredaderas que lo atrapaban. Pensamos que volveríamos a verlo en Primavera, como a los muertos del cementerio. Los edificios iluminados en su interior. Esas vidas ajenas, felices, sin problemas, siempre a la hora de la cena. Eran cerca de las nueve. Se había abierto el comedor, cinco años antes, en el Colegio Mayor, pero a nosotros nos quedaba una hora aun para cenar, fuera de los gritos de los colegiales, en la soledad de nuestros parecidos razonables, de nuestra mitología guerrillera, de nuestras películas eróticas inventadas en la cola del cine. Y seguíamos caminando con destino a no se sabe qué lugar, por donde nos llevara la dirección de los semáforos en verde. Benjamin Franklin. Place du Costa Rica. Y escuchamos el susurro de un río que se derivaba hacia muchos lados, arrastrando consigo paseantes y barcos que traficarían cocaína por la noche.
Y allí nos encontramos. Estábamos en Passy. Bajamos las escaleras y nos resguardamos de la lluvia que empezaba a caer debajo del puente de Bir-Hakeim. Nos miramos fijamente. En efecto. El mismo escenario. Los mismos adoquines. Un hombre con abrigo largo, marrón, se tapó los oídos con las manos. Se apretaba muy fuerte. Su cara era un refugio. Iba a explotar. El dolor le recorría la piel. El metro estaba pasando por encima. El ajetreo del metal contra los raíles le estaba enloqueciendo. Y llegó el silencio. Se detuvo el estruendo. El hombre del abrigo largo y marrón empezó a caminar en dirección a Passy. Una mujer le adelantó por un lado. Una mujer hermosa y blanca. Terminaron de pasar el puente y llegaron hasta nosotros. No nos miraron ni siquiera un instante. No sabían que estábamos allí, a unos metros. Entraron en un edificio y corrieron las cortinas al llegar a la tercera planta. Una bombilla vieja y mantequilla en la nevera.


Entonces fuimos nosotros los que atravesamos el puente en esa ocasión. Juana de Arco con su caballo se debatía entre la oscuridad. Quería tirarse al Sena, como una loca que no aguantaba más la soledad ni el frío. Tú te paraste un instante. Escrutaste con la mirada qué había más allá de ese jardín extranjero que se extendía sobre el centro del río. Desafiamos a la lluvia. Entramos. Nos protegían los árboles. Mayores, sabios, mojados. Un pasillo estrecho y largo. El río nos rodeaba por los dos lados. ¿Al fondo que habrá? Te pregunté. Ni idea, me contestó él. Caminábamos por el mero vicio de caminar. Esquivábamos los charcos que el agua había dibujado en las baldosas. No había personas en los bancos. La lluvia empezaba a crecer. La mitad del tiempo nos hemos ido, pensaba, pensábamos, pero no sabemos a dónde, no sabemos con quién. La mitad del tiempo hasta llegar hasta aquí. La noche estaba preciosa. El aire no podía estar más limpio. Pensé en los puñetazos que nunca me atreví a dar. Las caras que nunca acerté a reventar, dolido, enrabietado, frente al espejo, en todos esos hoteles llenos de prostitutas en los que nunca he estado, en las carreteras secundarias que siempre he soñado conducir y que nunca he tenido la oportunidad de ver, en esos dos asesinos que mataron a la familia Holcomb, que ahora viven debajo de mi apartamento. Pensaba en muchas cosas. En ese chico que iba por la ciudad sin tener nada que hacer, sin miedo, empujado por la indiferencia a hablar con los taxistas, a preguntarse dónde están los patos cuando se congela el estanque. Pensaba que muchas de las novelas que nunca había escrito te tenían a ti como protagonista, que estabas a pocos centímetros de mí, caminando con la mirada puesta en los rascacielos que nos iluminaban el camino, atravesando un río frío que daba a un océano cercano. Pensaba que muchos personajes de las novelas que siempre hemos leído juntos partían de la idea de que tu y yo existíamos en el mundo, y el escritor de turno se basaba en nuestros pensamientos, en nuestra cobertura mental, en nuestras ideas agresivas y geniales, para componer universos que conmovían diariamente a millones de personas, en cientos de lenguas diversas. Pensaba que no eran muchas las cosas que nos separaban de la mediocridad, pero que, en cambio, éramos felices siendo nosotros mismos, los dos hermanos, los de antes, en una noche como esta.
Se acabó la arbolada. La lluvia nos volvía a golpear en la cara, esta vez más fría que de costumbre. Entre la niebla, en mitad del río, se diferenciaba una figura gigante, con tonos azulados. Una mujer de la nada. Fue en ese instante cuando llegamos por primera vez a  Nueva York.

lunes, 15 de octubre de 2012

La noche líquida



Como un cigarro prendido que nunca termina de consumirse; así empezó la noche. Era la voz de Juan Rulfo a través de las ondas de la radio, a través del ordenador, sonando en una habitación caliente, con tres botellas de cerveza francesa y otra de mezcal que no era Los suicidas pero que nosotros creíamos que era Los suicidas.
Marcos, el antropólogo mexicano, sacó de su mochila un vidrio amarrado, un sueño que había venido de no sé qué parte de Oaxaca y que quemaba la garganta, agarrando el líquido feroz y caliente por las cuerdas vocales, entrando por el esófago con un recuerdo de sequía, y parando tranquilamente, como un limón envenenado, al saludar los orificios verticales del estómago.
Estábamos sentado los tres, ante una mesa pequeña. Tres vasos pequeños algo sucios. Los cristales empañados de lluvia. Era una noche de viudas. Jaleo por las calles. Luces en el río. La nuit blanche. Esa noche la ciudad no durmió. Marcos abrió la botella de mezcal que no era Los suicidas, pero que nosotros creíamos que era Los suicidas. Llenó su vaso. El cigarro medio hecho, aún sin doblar y acoplar la hierba. Me miró con ojos furtivos, casi cerrados. Eran los ojos del mezcal, pensé durante un instante. Llenó también mi vaso. Olía a serpientes y a desierto. Íbamos a morir. Nos lo habían dicho hacía un ratito. Veíamos de cerca la muerte a través de ese líquido transparente. Nos golpearían las costillas. El otro vaso estaba vacío. Marcos buscó con esa misma mirada caída y acertó a llenarlo. Julio, el recién llegado, estaba sentado en la otra punta de la mesa, rozándome las rodillas con su pie izquierdo doblado. De nuevo sentado a mi lado. De nuevo esta misma ciudad, tan diferente, tan común a nuestros paseos. La ciudad nos había visto cinco años atrás caminar en un año que se escondía. La Navidad en que supimos que nosotros también nos íbamos a morir. La misma ciudad que nos vio oscurecer el Sena cada día en busca de dos mujeres que nos salvaran la soledad y las cuentas. Esa misma ciudad. Julio, sentado a mi lado, miraba el vaso de mezcal como si quisiera escupir fuego dentro de los bolsillos de algún tipo que pasara por la calle.
Diles que no me maten. Alzamos los vasos de mezcal y los bebimos tranquilamente. Se hizo un silencio en los labios de los tres. No me mates. Y el mezcal perforaba la melancolía, la felicidad, los veinticinco años que nos bifurcan a los tres, que estábamos allí, como golpeados, callados, como esperando una obra de teatro en donde los tres éramos los reos. No tardaré en morirme solito. Y nos salían lágrimas de los ojos, mientras la voz de Juan Rulfo seguía espirando el aíre, esparciendo en bocanadas su tristeza, su olor a camino recién hecho, su semblante de polvo y su olor a alcohol caliente.


El segundo vaso se sirvió solo. Marcos encendió finalmente el cigarrillo. Afuera llovía con rabia, deprisa, como si llegara tarde a una cita. El agua, llegando tarde. El agua, compaginando citas. Los líquidos de los vasos temblaban. Se consumían. Los labios. Diles que lo hagan por caridad. Los labios. Ebrios. La noche apagada. El río subiendo y bajando, por las mismas aceras que esconden los caminantes, que manifiestan la necesidad del tiempo en pudrirse. Vacíos. Ya los vasos estaban vacíos. La Providencia. Vacíos ya los vasos.
La luz se perdía en algún rincón del apartamento. No nos acostumbraríamos nunca a la idea de la muerte. Acabaríamos algunos vasos más por cabeza. Bajaríamos los ciento quince escalones de mi apartamento y en la calle la lluvia nos llenaría la cara de plomo. Caminaríamos unos minutos. El mezcal que no era Los suicidas pero que nosotros creíamos que era Los suicidas nos hablaría tranquilamente desde el interior de la sangre, haciendo temblar el movimiento de las manos, haciendo parecer al frío un actor secundario, viendo en cada rostro encontrado por casualidad un remedio de Ulises Lima.
Y el tercer vaso se llenó con mi pulso inestable. Un vaho profundo nacía del interior de la garganta de la botella, a medio camino de su vejez. Qué ganancia sacará con matarme. Supimos que esa noche llegaríamos a Trocadero, atravesaríamos por la Place de Varsovie hasta los pies de la Torre Eiffel. Ni siquiera miraríamos hacia arriba. La media noche como si nos persiguieran perros hambrientos. Toda la vida huyendo de los perros hambrientos. La voz de Juan Rulfo como un narcótico en el silencio general de los tres, sumidos en nuestro mezcal, sumidos en nuestra marcha. Y esa noche giraríamos hacia la izquierda hasta flanquear el Quai Bradley. Entraríamos en el museo. Buscaríamos la terraza. Subiríamos una suerte de escaleras que nos parecerían eternas, y llegaríamos a una explanada donde la ciudad parece un cuadro quieto y mentiroso. La ciudad iluminada. A nuestros pies la ciudad iluminada. Yo no le he hecho daño a nadie. La ciudad tranquila, castigada por la lluvia. La ciudad dormida, los habitantes tomándola desprevenida. La ciudad oscura en las luces del alcohol. Y el río como un cerro donde se esconden los bandidos y los asesinos desconocidos.


La botella suelta, encima de la mesa, destapada, hablando por nosotros. Una misma voz. Juan Rulfo como un metal dormido. La botella como un brazo que se balancea cada quince minutos. Supimos que esa noche bajaríamos al Sena. Pasaríamos de largo Les Invalides. No miraríamos la cúpula dorada. Pasaríamos de largo del altar fervoroso y de los huesos calcinados de Napoleón. Pasaríamos de todo eso. El cristal del Grand Palais, como una botella de mezcal vacía. Supimos que apenas caminaríamos rectos. Que duraría más de dos días ese camino que nos llevaría hasta Notre Dame, tan de noche, tan oscuro todo, por los lugares donde los parisinos mean de cara a las maravillas de la ciudad.
Julio y yo pagábamos la distancia. Veintisiete años resumidos en unos vasos de mezcal. En la voz de Juan Rulfo, apaciguada, narrando una muerte. La madre te quiere más a ti. Eres el mayor. Edipo rey. Edipo en Colono, Complejo de Edipo. Los siete contra Tebas. Edipo de Séneca. Edipo y la esfinge. Oedipe ou Le crépuscule des dieux. La madre me quiere más a mí. Soy el pequeño. Y Marcos contemplaba, como Sófocles, con los ojos entornados, como Esquilo, con los ojos entornados, como Séneca, con los ojos entornados, como Freud, con los ojos entornados, como Joséphin Péladan, con los ojos entornados, como Jean-Jacques Kihm, con los ojos entornados Y ese aíre quemado que salía de nuestra nariz y que inundaba la habitación de mi apartamento, en silencio, con las ondas de la voz de Juan Rulfo secando nuestra boca.


        Y supimos que llegaríamos a Saint Michel. Sentados en la mesa, bebiendo ese mezcal que vimos por primera vez en Salvatierra, supimos que llegaríamos pasada la media noche a Saint Michel, con las dos torres de la catedral presidiendo la noche que se solapaba por encima de la lluvia. Los tres sentados en la mesa, bebiendo mezcal. Supimos que nos separaríamos a eso de la una de la mañana. Los ojos entornados de Marcos bajarían de nuevo el curso del río hacia un paraíso con pelo largo. Mi hermano y yo seguiríamos ese camino mojado y humeante que nos marcaba la media noche, perseguidos por los perros vagabundos, por los perros hambrientos. Supimos en el último trago que aquella voz que pedía que no le mataran, se tropezó de lleno con una docena de balas, como una ganado viejo y amarrado, como una botella de mezcal se suicida en nuestros labios.

sábado, 13 de octubre de 2012

Salmones del río de Abbesses



Ese frío oscuro que empieza a colarse entre los dedos, subiendo por las piernas, pegado a los pantalones, atascando la tela en el borde del banco de madera. Los zapatos formados como una estatua, pronunciamientos del mármol antes de tocar el suelo, distancias recorridas por la sangre que se transforman en insalvables, barro escondido entre las baldosas, queriendo escalar hasta tu rostro. Ese es el frío. Por lo demás, la tarde mágica, desvelando cada hoja que cae lentamente sobre los sombreros estáticos, sobre la publicidad del metro, sobre la noria que dejó de girar hace horas.
La Place des Abbesses, melancólica de otros fríos, triste de otras nieves, otros inviernos que se fueron, esas premoniciones que son los otoños. Viene el frío. Los árboles se aprietan. Los árboles se desnudan. Dejan sus vidas por los rincones, dejan sus huellas encima de los bancos, y en uno de ellos espero yo. Los transeúntes toman la plaza con su anonimato. Apellidos que se pierden, bocacalles que se desvían hacia otros barrios, esas vidas que nunca conocimos, esas historias que apasionan desde el primer momento en que no las podemos conocer. La boca de metro abierta. La gente sale. La gente entra. Algunas farolas iluminan lo poco que ha dejado el sol. Se vacía la plaza. Se va llenando. Es un reloj de arena que cambia según el rey que está por morir.
Estaba esperando. No la conozco. Me digo a mí mismo, no la conoces. Su rostro es una incógnita. Su edad también. Una superviviente. El agua que se cuela por los rincones y que vuelve a salir con fuerza, años después, detrás de una puerta, al abrir una ventana, en un vaso roto. Una superviviente, eso es todo.


Quizá una despistada. No sabe mi nombre. Solamente tiene como datos mi primer apellido. Común como las ambulancias nocturnas. Ese sonido que vuela hasta los balcones, que se cuela en las camas, entre las sábanas, buscando un nombre que no queremos conocer. Diez minutos de retraso. No sé cómo voy a reconocerla. No tengo ni una foto suya, solamente su nombre. Y ella tiene el mío. Cada rostro es un enigma. Cada mirada es sospechosa, es familiar, es extranjera. Pensaba en el azufre de la distancia, que oscurece el mar, que escandaliza las relaciones humanas, que sucumbe al olvido, a la dejadez. Estoy aquí, pienso, y quiero verla, porque es esa parte de mí que nunca he conocido.
Entre la multitud la mayor de las soledades. Alguien mira de reojo. La noria sigue quieta. Los niños se bajaron hace décadas. Nos detenemos en ese espacio en donde la plaza se paraliza, en donde no existe nadie más a nuestro alrededor. Pelo largo, gafas de pasta, mirada nerviosa, tez serena, ojos resbalados en mi cara. Las manos gesticulan un saludo. Algo más de cincuenta años. Nos saludamos como si nos conociéramos de toda la vida. Los salmones siempre eligen cómo lugar para morir el mismo río donde nacieron.
Tenemos mucho de qué hablar. Llevamos tres generaciones de retraso. Un hombre que trabajaba en un negocio, tal vez una panadería, tal vez. Un sueldo religioso, tantos duros al mes y un kilo de pan para alimentar a la familia. Años cuarenta. Esa posguerra tan cruenta que nos llevo a abandonar a  miles y miles de salmones en ríos extranjeros, ríos con nombre de mujer, ríos que se conjugan en femenino, ríos de frío, que se hielan en los inviernos, en las guerras entre europeos. Esos ríos del alma que dan vida y dan melancolía.
Ella parece feliz. Yo estoy algo aturdido. No sé quién es. Me anuncia que dentro de poco vendrá su hijo. Espero la bienvenida sentado en el mismo banco de madera. Sus padres españoles, nacidos en Lorca, esa ciudad con pies de barro, a pocas calles de la mía, a pocos silbidos del silbido del policía municipal que dirige el tráfico en el barrio donde nació mi padre. Algunos nombres confundidos. Uno que coincide. Uno que coincide por encima de todos. Santos Pérez-Muelas. Ese apellido que recorre mis vértebras. El hermano de mi abuelo. Esa composición de nombres que forma la textura de mi piel, el color de mis recuerdos, el rostro claro de mis muertos por la mañana, la estufa de gas de mi abuela, trabajando a destajo para cuidar a mi padre y a mi tío. Ese apellido que regresa fugitivo, que nunca se fue, que coincide exactamente con los datos que me reclama la señora de la cita. Nos miramos fijamente. Pérez-Muelas. Sonreímos. Todo cobra sentido.


Sus padres, inmigrantes. España de hambre y de brazos en alto. Los salmones remontan el río, sacan la cabeza escamoteada por encima de la espuma y vuelven a la meterla hasta el fondo. Escapan de las profundidades. Aprenden a vivir solos. Francia los acogió, como a tantos otros exiliados, como a tantos otros inmigrantes. Los españoles somos un pueblo que se convierte en otros pueblos cuando pasa la frontera. La señora que está sentada delante de mí es francesa. ¿Es española? Me mira. Sus ojos son mi ciudad. Sus ojos son una casualidad de nacimiento. Comprendo que uno no es de donde nace, sino de donde están sus muertos.
Saca de su bolso una hoja de papel. La mira. La dobla. La vuelve a mirar. Me mira nerviosa. Me la entrega. Son fotos. Escenas de cine mudo que me hablan a gritos. Rostros. Familiares. Identidades. Son personas que jamás he conocido. Una chica guapa, joven, rubia, con la cara quemada por la diapositiva. Recién llegada de Argentina, me dice. Imagino su boca. Imagino su vida. Cantante. Actriz. Era guapa como una actriz. Al lado otra mujer, más mayor. Está viva. ¿Está viva? Mi abuela la debe conocer. Vive en Granada. Pero no, en realidad vive en Córdoba. Y el salmón vuelve a retomar su marcha. No puede más. Se quiere quedar. No puede más. Muchos años. Muchos kilómetros.
Señora. ¿Usted quiere volver? ¿Qué significa volver? La pregunta me deja helado. Volver no es agarrar un avión. Volver es escuchar un disco de flamenco, de Morente, un baile a los pies de un tablao. Volver es mirar de frente viendo el pasado siempre, constante, transparente, celoso. Me mira. Quiero volver a Lorca. Los míos son de allí. Los míos aprendieron a ser allí. Aquí. Allí. Simples adverbios de lugar. Juego impreciso de pasaportes y de himnos.
Nos levantamos. Salimos de la place des Abbesses. Se queda sola. Las hojas que el otoño le otorga. Esa cotidianidad del paso del tiempo. Su hijo acaba de llegar. Nos abrazamos. Nunca nos hemos visto. No compartimos nombre ni apellido, pero si una historia de barrio en el sur de España. El salmón que mide sus fuerzas, que da media vuelta y busca entre las aguas bravas el lugar exacto donde conoció a su madre, dónde frotó la tierra contra su piel. Caminamos los tres calle abajo, pensando que la noche tiene forma de casa vieja de pueblo, que cada transeúnte que nos dirige la mirada, distraída, casual, es un hombre que lleva treinta y siete años muerto, es una enfermedad que se extiende en el recuerdo, es un hombre con gabardina que fumaba cigarrillos en una pitillera que llegó de pequeño a mis manos, un hombre que tiene el nombre de mi hermano pero que no es mi hermano, un hombre que tiene la bondad de mi padre pero que no es mi padre, un hombre que adivina palabras en mi voz pero que no es mi voz. Caminamos pensando que hay salmones que vuelven a su hogar, aunque nacieran en un río distinto. Caminamos sabiendo que estar lejos es, en cierta medida, convivir con las sombras de los que siempre te acompañaron

viernes, 5 de octubre de 2012

Quinto escalón



Subí las escaleras más rápido que nunca. Necesitaba llegar al apartamento. Tenía conectado el aparato de música en su máxima potencia. Mis piernas se movían con un impulso de Franz Ferdinand, con un torrente de voz de Brandon Flowers, con el aspaviento hipnótico de la guitarra de Geoff Bradford, con el bajo sublime y resistente de George Harrison, con la batería de John Densmore, esa percusión ancestral que recopila los sonidos más minerales del planeta. Y seguía subiendo, sin contar los escalones, hecho significativo en mí. Perdí el conocimiento de la realidad. No sabía si estaba en el tercero o en el cuarto. No sabía si eran peldaños los que escalaba o si eran pequeñas rocas de granito que me conducirían a un altar psicodélico. La cabeza baja, absorbiendo cada nota como si fuera necesaria. Las puertas de atrás de las casas cerradas, donde duermen los perros. Oh Jacqueline, sigue subiendo, sigue subiendo conmigo, si, Jacqueline was seventeen, working on a desk. Y apenas me enteraba del esfuerzo físico que suponía ir cantando y a la vez reptando por la madera hasta mi apartamento. Cantando cada vez más alto. Ni siquiera me escuchaba. Said, come on kick me again. Said, I'm so drunk. I don't mind if you kill me.
Y de repente, se acabaron las escaleras. No tenía un plan estudiado. No sabía que tenía que hacer cuando se acabaran las escaleras. No se estudian esas cosas en la escuela de la vida. Se supone que tendría que sacar la llave de mi bolsillo. Buscar la incansable cerradura de mi puerta y hacerla girar como un disco de vinilo hasta que hiciera el mejor de los sonidos, ese click, ese signo de que el vinilo se ha acabado, dale la vuelta al vinilo, que se ha acabado, dásela Julio, que quiero escuchar la cara B.


Recorrí el pasillo. La música seguía entrando en mí como una droga alucinógena. Que se entierren los ricos. Yo tengo la música y tengo mis ritmos. Viva la soledad. Qué bueno es vivir solo. That's why we only work when we need the money.
Y entonces, ocurrió. Inevitable. Silenciosa. Pasajera. Sorprendente. Atemorizada. Escondida. Inesperada. Estaba apoyada en mi puerta. Le vi primero los pies, esa extraña manía de caminar mirando hacia el suelo, como los girasoles de noche. Me detuve de golpe. No entraba en mis esquemas. No entraba en ningún punto de mi orden del día. Un ser parado en mi puerta, descalzo. Lancé un grito de sorpresa. Un grito que salió de mi garganta, que pretendía ser una exclamación francesa, y que se quedó en un órgano femenino castellano, un verbo que incita a la cópula vulgar, o el santo cuerpo de nuestro señor. Me detuve. Alcé la cabeza. La música se fraccionó en ese mismo instante. Estaba demás en mis oídos. Ya no entraba en mi cuerpo. Había algo que la repelía. Fui alzando los ojos lentamente. Los pies descalzos. Las rodillas huesudas. La piel morena, quemada, color miel fuerte. Los muslos delgados. Seguí subiendo. ¿Cuándo empezaba la ropa? Aceleré la supervisión de ese desconocido ser que ocupaba mi puerta. No llevaba pantalones. Unas ligeras bragas de seda era todo lo que la diferenciaba de Eva en el paraíso. Color azul con encaje. Ya basta.
Seguí subiendo. El vientre plano, queriéndose ocultar detrás de unas manos afiladas. ¿Qué es esto? Intenté recordar la fecha exacta, con la hora incluida. Una broma de mis amigos. Pero si apenas tengo amigos en París. No puede ser. Llevará la parte de arriba, eso seguro. ¿Llevará la parte de arriba? Caminó mi mirada hacia arriba, sin querer resultar demasiado grosero. En efecto. Un sujetador a juego con las bragas. Azul intenso. Los auriculares pendían sobre mi mano. Seguían con su música, la banda sonora de esa visión. Una música que había dejado de escuchar. Las manos del ser extraño seguían moviéndose nerviosas, intentando ocultar la mayor superficie posible del cuerpo.
Y llegó su cara. La boca nerviosa, entre la sonrisa y la pena. Los dientes que se mostraban inquietos. La nariz se contraía. Los ojos: dos grandes noches oscuras en medio de un campo de algodón. El cabello largo. Si. Te conozco. Eres mi vecina. La chica iraní con la que comparto el baño. Mi francés nunca había sufrido una prueba tan dura como está. ¿Sucede algo? Empezó a hablarme rápidamente. Estaba nerviosa. Estaba temblando. Frío. Quizá no es el mejor día para pasearse en estas condiciones por un pasillo sin calefacción. Me habló. Estaba colorada. En efecto. Lo entendí. Compartimos baño, en el corredor. Fuera de las habitaciones. Había ido al baño, dejando la puerta entreabierta, sin las llaves. Un golpe de viento cerró su puerta, dejándola en  paños menores por el pasillo. Tras tres horas de espera, había llegado yo. When the face they peer upon. Well, you know that face as I do.
La invité a pasar. Estaba muerta de frío. Giré la cerradura y entramos en mi apartamento. Se sentó rápidamente en la primera silla que encontró, dándome la espalda, intentando ocultar su cuerpo moreno y semidesnudo de mis ojos. Fui a mi armario. Agarré unos pantalones largos y un jersey de invierno. Se lo puse encima de la mesa. Me di la vuelta y provoqué una tos artificial para hacerle comprender que podía cambiarse. Escuché la necesidad de sus pasos mientras yo miraba a la pared, como castigado en un colegio de provincias. Los pantalones adhiriéndose a la piel. El suéter modulándose y tomando la forma de los senos. Ella me dijo que ya podía mirar. Ahora se encontraba mejor. Hice café para dos. Me dijo que venía de Irán. Vivió en Teherán durante dieciocho años y se marchó a París a estudiar derecho. Llevaba cinco años en la ciudad. Si. Lo confirmamos. Teníamos la misma edad. Teherán. Esa ciudad desconocida que me sonaba a revoluciones y cúpulas ovaladas con la media luna rascando el cielo. La ciudad de las guerras cruentas. La ciudad persa, milenaria, de los aromas de jazmín. Me acordé de Marjane Satrapi. Eran realmente parecidas. Los mismos ojos. Los mismos labios formados en curva. La misma cabellera morena haciendo curvas al deslizarse por las mejillas. Esa misma búsqueda de occidente lamentando la distancia de la tierra.


Estuvimos un rato hablando. Ella estaba más tranquila. Hizo unas llamadas. Me contó cómo era la vida en Teherán. Las universidades. Los parques. La vida cotidiana. La música. No tan distinta a la nuestra. Tan diferente a la nuestra. No sabía que pensar. No sé qué pensar en estos momentos. Una hora después llamaron al teléfono de casa. Contestó ella. Yo apenas recibo llamadas a esa hora de la tarde. Habló en persa durante unos minutos. Qué bien sonaba ese idioma. Se levantó. Me dio las gracias en francés. Me tendió la mano. Supongo que ya éramos amigos, aparte de vecinos. Se marchó caminando por el pasillo, vestida de mí, en una versión femenina. Ese yo estético que se marcha por el pasillo a cinco metros de distancia. Cerré la puerta del apartamento. Se escuchaba un susurro extraño en alguna parte de mi apartamento. Lo había olvidado. En los auriculares alguien seguía cantando: I'm alive I'm alive I'm alive          

miércoles, 3 de octubre de 2012

La ermita de San Chupo



Mírame. Mírame directamente a los ojos. ¿Ves mi cara? Es el rostro de la derrota. Es el rostro que va a dictar tu destino durante el próximo año. Son los ojos que van a dirigir tu vida, que te van a dar horas y horas de biblioteca, encerrado a la sombra de una luz amarilla incandescente, una luz de mosquitos y nubarrones. Son los ojos que vas a tener clavados en cada parada de metro, en cada página señalizada, en cada esquina dónde veas un mendigo, un perro orinando, una puerta que se abre. ¿Ves mis ojos? Bonito, cielo, ¿los ves? Desearás que no existan. Desearás que estos ojos no se hubiesen llenado nunca de color ni de recuerdos. El pelo cano, asomándose a la calvicie. Precipitándose a los años de los ascensores y de los años cortos. Te perseguiré. Seré el astuto detective que siempre te encuentra. Seré el aire que te falte en cada fin de semana.

El profesor entra en la clase. Primera de todas. Nervios. Las mesas puestas en fila, como una pradera de trigos asustados. Miro hacia mí alrededor. Estoy sentado en la tercera fila. La primera está vacía. En la segunda hay dos chicas que bajan sus cabezas ante la entrada del profesor. A mi lado se sienta una chica con el pelo castaño. Me suena su cara de verla por algún pasillo. La vi en la segunda planta, hace una semana, pienso, cuando estaba haciendo la inscripción para la matrícula. Nos cruzamos por las escaleras. Yo subía hacía quién sabe qué despacho y ella andaba con prisa para agarrar quién sabe qué autobús. Me pide permiso para sentarse a mi lado. Yo le sonrío y le digo que aun no tengo muchas cosas de mi propiedad en esta ciudad.
El profesor se entretiene en la puerta. Version. Me dicen que esta clase es la de Version. ¿Qué es eso? La chica se vuelve hacia mí y en un español suave, casi perfecto, con un deje traspirenaico, me explica que la clase consiste en traducir textos literarios del español al francés. Es el momento en que el profesor cierra la puerta con algo de brusquedad, sin quererlo. Lo miro a los ojos. Es un hombre tímido. Camina con los hombros desolados, con la vista perdida en la pizarra. No se fija en nadie de los que estamos sentados. Pienso que una clase es un autobús con el conductor vuelto del revés. Esa comparación me ayuda a seguir adelante. No puedo salir. La puerta se ha cerrado. La chica de al lado me mira. Sonríe. Piensa que soy un huracán. Me tranquilizo.


El profesor toma asiento. Intenta acomodarse en la silla. No está hecha para su espalda. Cree que las sillas nunca están hechas para las personas, sino para los muertos, por eso se levanta, se incorpora, invade la primera la fila, que estaba vacía, y se apoya sobre una mesa, cruzando las piernas. Es más o menos alto. No muy esbelto. Lleva un jersey claro, casi azul, casi blanco. Tiene el pelo canoso. Lo miro de reojo. Le hecho cincuenta y cinco años. La posibilidad de su edad me inspira más ternura aún. Saca de su carpeta un taco de folios, que deposita encima de una mesa. Esas hojas contienen una sala de torturas acondicionadas específicamente para amanes de la lengua española y francesa. Le tiemblan un poco las manos. Mira hacia el infinito. Al fondo de la clase unos percheros que nunca se llenan. Las filas retroceden y empiezan a aparecer alumnos. Pasa por la fila de detrás. Me llega a mí. Hay muchos meses entre unas filas y otras. Hay muchos países de diferencia. Escruta con los ojos una cifra. No somos muchos. Yo volteo la cabeza hacia todos lados. El profesor habla. Francés, por supuesto. Quince personas.
El profesor empieza a seleccionar quince hojas y las va repartiendo una a una, deteniéndose en cada rostro, adivinando sus nombres, sus edades, sus nacionalidades. La chica de mi lado se descubre. Sé su edad. Sé su nombre. Sé su país de origen. Sé que su país de origen son dos países. Padre español. Madre francesa. Es una mitad de una historia que nos empeñamos en ocultar. Exploro todos los rostros que encuentro en una ronda pasajera por la clase. Solamente hay chicas. Soy la única voz masculina de todas las mañanas de los miércoles. De repente me llega una hoja del cielo. La examino. El título. Me resulta familiar. Es algo que he leído de niño. Esa prosa que llama a la puerta de mis recuerdos, que grita mi infancia por la ventana, en una facultad parisina, trayéndome un fuerte olor a tierra mojada y a naranjas tristes colgando de los árboles.
El profesor se vuelve a apoyar en la mesa. Comienza con un español medieval a leer el texto. Santa Colomba, parada y fonda. Se le iluminan los ojos. Continúa. En el pueblo todos la conocen como la ermita de San Chupo. Su español se vuelve natural. Se desprende de los arbustos pegajosos que lo colman y las fieras de dientes turbios se espantan. Su lectura hace cambiar la luz del día. Me sumerjo en ello. Golpe a golpe comienza el protagonista a caminar; entra en una venta, le atiende el camarero, pregunta por los lugares más fabulosos del pueblo, hay moscas en el ambiente, las mesas están sucias de vino, huele a manzanas podridas, el polvo se acumula en la puerta, un sacerdote entra, conversan unos minutos, el viajero se quita el sombrero, el acento del profesor adquiere tonalidades murcianas, su rostro se transforma, el viajero pide otro vaso de vino, está sediento, el pelo del profesor se vuelve moreno, le cubre el polvo de un país vecino, el cura saca unos periódicos viejos, explica algo, el profesor tiene una libro entre las manos, su piel es morena, edición octaedro, el viajero toma los papeles, se levanta, se va del bar, cierra la puerta, espanta las moscas, las cambia de lugar, les recuerda el gesto de volar, el profesor cierra el libro, grandes gafas ahumadas, el sacerdote reza, el profesor vuelve a su estado natural, vuelve el pelo cano, vuelve el temblor de las manos, se acaba la lectura, la chica de al lado me mira, sonríe…


El profesor cita el nombre del autor. Julio Llamazares. En este instante soy un chaval de trece años que vuelve corriendo a su casa con un libro entre las manos. Escenas de cine mudo. Cada fotografía, como un fuego en blanco y negro, es un capítulo. El niño lo ha leído. Ahora tiene diecisiete años. Tiene barba que quiere ser más larga, que quiere ser desordenada. Ahora el libro tiene otro nombre. La lluvia amarilla. Lo leí en una tarde, con el afán de quien se enamora solamente una vez y no sabe que no hay solamente una vez. Clases de instituto. Artículos fotocopiados. Ese nombre que suena a literatura familiar.
El profesor me mira de repente. Se aterra. Es inofensivo. Hipocondríaco  Nervioso. No me mires así que vas a gastarme los ojos. Abre la boca. Señor, traduzca usted en francés: Para lo primero, le remiten a la competencia, mismamente a la vuelta de la esquina. Toda la clase me están mirando. El profesor abre los ojos. Espera mi rápida respuesta. Pienso en Julio Llamazares. Pienso en el cine mudo y en los pueblos del norte de España que se están quedando deshabitados, que mueren poco a poco porque la ciudad se lleva a sus hijos. Cierro los ojos, y es cuando escucho el primer párrafo sonando fuerte en mi cabeza, escuchándose por toda la clase, más allá de la ventana, más allá de esta ciudad. Más allá de la ermita de San Chupo.