Free counter and web stats

domingo, 30 de septiembre de 2012

Caracoles en Sévre-Lecourbe




No importaba el día ni la hora. Agarraba el metro siempre con la misma sensación de incertidumbre. Carteles de publicidad que cambiaban dependiendo de la estación del año. Pasarelas de moda. Descuento en ventas de fruta. Material de deportes extremos. Viajes a la vuelta del planeta, a un preció de vértigo. Conciertos de música globalizada. La depresión de la economía solucionada en un acertijo de cosméticos.
Me sentaba en una de las banquetas del exterior, pegado a la ventana. Crujían los asientos en cada giro del vagón. Siempre con los ojos clavados en el cristal, que reflejaba mi rostro tras la oscuridad, intentaba adivinar qué se encontraba más allá de mi efigie, qué había detrás del vidrio, esas sombras que se encendían en donde se callaban los raíles, las profundidades de París, los laberintos de los residuos y de los secretos, los malhechores. Y cada dos minutos se hacía la luz. La estación de metro, con las necesidades de la gente, sus prisas, sus aires perezosos de turistas, sus caras de lectores empedernidos de periódicos ligeros. Sus cascos donde refugiarse en la música eterna de las pequeñas soledades.


Solían llegar de repente. Nunca con un horario fijo, como los caracoles con la lluvia. Salían de repente. Aparecían por las calles. Nadie los veía entrar. Estaban dentro sin mediar palabra. ¿Quién los había visto? Uno se pasaba media vida dentro de las líneas de metro. Caminaba por ellas como un sonámbulo. Leía mientras caminaba. No le hacía falta mirar hacia delante para no chocarse contra otra persona. Conocía perfectamente dónde estaba cada columna. Las escaleras mecánicas a la izquierda. El atajo a la derecha. Y nunca se les veía entrar. Vivían dentro, dirían algunos. Viven en todos sitios, dirían otros. Son de todos lados, pensaba yo.
Afinaban sus manos. Los pasajeros, acomodados en los asientos, miraban sigilosamente, con disimulo, sabiendo que estaban allí, esperando ese cambio en sus vidas, esas notas de diferencia en el trayecto monótono de cada mañana. Afinaban sus manos. Sacaban de una bolsa manchada de miles descuidos un instrumento. Un acordeón. El clásico instrumento de las migraciones. Ese instrumento que huele a autopista, a área de servicio, a ciudad extranjera, a otoño foráneo, a pasaportes caducados, a pasaportes denegados, visas revisadas, vendavales de permisos, trabajos ocasionales y mal pagados, esas manos afiladas para los acordeones, voz de melodías claras y melancólicas.
Y la gente los estudiaba. Entraba otro chico con gorra. Se ponía serio un  instante. Se ajustaba la gorra a la cabeza, pelada. Se miraban los dos. El recién llegado tenía un violín. Madera al hombro. Ritmo balcánico de fondo. Play accionado. Altavoces a todo volumen. Cinco segundos de ritmo acompasado, y se hace la sinfonía. Canciones que duran dos minutos. La distancia de Trocadero a Bir-Hakein. Un puente sobre el Sena con la Torre Eiffel a la izquierda, con la estatua de la Libertad a la derecha. El vagón que tiembla como un vaso colmado de aceite, en cada desajuste de los raíles, en cada frenazo que anunciaba la llegada de una estación.


Tres paradas, algunas veces cuatro. El más joven se quita la gorra. Deja de tocar el violín. La madera ya no forma parte de su piel. Pasa por el vagón. Maneja perfectamente el desequilibrio de las curvas. Parece que desfila sobre brasas incandescentes. Utiliza la gorra de cuenco vacío. Apenas unas monedas. Mira a una chica. Rubia. Mira sin ver. Intenta sacarle una sonrisa que le saque unas monedas. Unas palabras picaronas. Una sonrisa tímida. Ella busca dos monedas sueltas. Bolsillos vacíos. Los encuentra. Le da los restos de un instante pasajero. Se para el vagón. Se abren las puertas. Se para la música. La gente baja. La gente sube. Desparecen los dos músicos. Con la música a otra parte, piensan unos. Vuelve la normalidad al vagón. Se cierran las puertas. La gente sigue leyendo. Sigue mirando sin ver. Acelera el obús sin fuego y se despide hacia otras direcciones.
Otras veces aparecen en estaciones distintas. Las horas cambian. Tienen rostro de mujer. Los instrumentos difieren. Ella prefiere el viento a la cuerda percutida. Pelo largo que le cae por la espalda como una cascada. Tres paradas de música. Canciones balcánicas. Sonrisas estridentes que se escapan por las ventanas. Cambio de vagón cuando la propina es ajustada.
Y pasan las semanas. El metro sigue siendo tan necesario como la respiración. Es la piel de la ciudad. Salgo de mis asuntos. Me dirijo hacia mi apartamento. Salgo de mi apartamento. Me dirijo a mis asuntos. Un día cualquiera. Martes. Domingo. Después de comer. Antes de dormir. Encuentro las casillas del metro más vacías que nunca. Colas kilométricas. Apenas hay aíre para todos. Leo un libro. Un periódico. Miro sin ver. Miro hacia un lado. Una familia tailandesa. Dos jóvenes besándose. Y encuentro un rostro familiar. Hallo muchos rostros familiares. Esa cara me suena. Esas manos afiladas para el acordeón parecen la de una persona cercana. El pelo largo que cae como una cascada.  Todos juntos. Nunca los había asociado. Todos, un mismo rostro. Es la misma familiaridad de los ojos. La misma piel morena, como de bronce, como de sueño, me dijo un día Lorca. Veo que son los mismos gestos. Por un lado niños pequeños. Silletas oxidadas. Los instrumentos en los asientos de espera. Se saludan. Nunca había conectado tantas vidas a una misma situación, a un mismo árbol genealógico. Mismo pasaporte. Roms.  Es el nombre francés. Aquí los llaman así. Pienso en lo lejos que están de su hogar. Pienso en lo lejos que estoy del mío. Música contra la nostalgia. Luego me río por dentro. Los miro de nuevo. No. Música por la nostalgia. El lenguaje contra la soledad. El lenguaje del hogar. Cada uno de ellos lleva su casa acuestas. Como los caracoles aparecen con las fuertes lluvias. Se enciende el motor. Arranca el vagón. Se cierran las puertas. Los caracoles se quedan en la estación. Me alejo. La velocidad de las despedidas. Agudizo la vista por última vez. Sérvre-Lecourbe, donde duermen los caracoles en París.  


jueves, 27 de septiembre de 2012

Cuarto escalón



¿Será de día ya? No lo sé. La luz entra tibia por la ventana. Un luz enferma, como reflejada  en otro tiempo, como si hubiera olvidado su habilidad de iluminar lo oscuro. Tengo que repetir varias veces mi nombre, completo, con los apellidos, mi fecha de nacimiento, mi número de identificación, el color de mis ojos, las sombras de mi pelo, lo repito todo, para cerciorarme que estoy despierto, que esto no se trata de un sueño, de una vigilia trashumante. Abro los ojos. Los tenía abiertos ya. No miro el reloj. No tengo. Afuera suenan grillos de metal. Buscan aparcamientos. Son racimos de desesperación. Son huracanes de poca paciencia.
Arremeto frases contra las paredes. Esta mañana es como todas, pienso por un instante. Es como todas. La ropa tirada en el suelo. El café en un armario, desnudo, enloquecido, esperando a que alguien lo haga hervir en una boca necesitada. Los libros que siempre andan con retraso encima de la mesa. ¿Cuánto tiempo tengo que esperar más? Lleva casi una semana de retraso. Lo decido. Es una epidemia esto de esperar y no saber qué estás esperando. La ciudad es muy grande. ¿Cuántas direcciones caben dentro de París? ¿Cuántos números? ¿Cuántas puertas? ¿Cuántos buzones? En realidad, cuántas cartas se cruzan a lo largo de un día. Cuántas vidas cambian dependiendo del nombre del remitente. Cuántas líneas se quedan sin leer por el fallo de un funcionario, por un número mal entendido. Busco un encuentro. Nada más. Necesito esas líneas. Necesito esa caligrafía desconocida. Ese bosque extraño de signos que imagino refinado, elegante, con un toque escolar. Afuera el otoño debe estar hablando en voz muy alta. Casi nos grita. Chimeneas. Humo. Lluvia.
Me visto con lo primero que encuentro. La elegancia de hoy reside en la improvisación. Me siento cansado. Cierro  mi apartamento. Parece un crucigrama. Bajo los seis pisos de escaleras corriendo. A lo lejos, entre la oscuridad, trepando entre las sombras, el buzón. Busco la llave. Está fría­. Es una bala que quiere dispararse. Hago encajar la cerradura con su tacto metálico. Giro un poco. Me detengo durante unos segundos. Es ese el momento de las grandes historias. El momento en que Jean Moulin agarra el tren con destino a su muerte. El mismo momento en que Juan Dahlmann toma otro tren, este con un destino no tan diferente, hacia el sur. Es el momento en que descubro que el buzón está cerrado, que las cartas que me mantienen encerrado en un único pensamiento están divagando como piezas de museo por cualquier espacio aéreo, o en un almacén de Marsella, o en una caja de objetos perdidos, en un sótanos de Madrid. Es una verdad cínica el azar, pienso.


Hago unas llamadas. Localizo el problema. Pienso en la dirección. Tal vez esté equivocada. Vuelvo a hacer unas llamadas. Compruebo. Ensayo. Ensayo. Error. El número seis aparece en un documento, en un instante fugaz. Yo no vivo en el número seis. La embajada argentina. Pienso en Fresán, en Maradona, en tantas personas, en los Barras Bravas, en Darín. Pienso en ese yo que no soy yo, y que nació en Buenos Aíres. Me adecento. Me peino. Salgo a la calle. Hace frío. La lluvia ayuda a aumentar mi sensación de cansancio. Camino unos veinte metros. La bandera. Azul y blanca. Esos colores que son un mar y que son mi casa, mi madre en Abril y mi padre en traje de chaqueta y corbata.  Llamo a la puerta. Algo de impresión me da. Accedo a la embajada. Hablo con la portera. La portera es un tango que habla. Recibieron una carta a mi nombre días atrás. Solo una carta. Falta una fechada a esta dirección. Me dice que la enviaron de nuevo a correos. Le agradezco su amabilidad. Le doy mi número de teléfono, para cuando llegue la segunda carta. Camino unos doscientos metros calle arriba. Cada vez llueve más. Entro en la oficina de correos. Me atiende una chica guapísima. Con el pelo corto. Me identifico. Busca unos minutos entre cajas repletas de destinatarios desconocidos. Niños perdidos, pienso. Nada. Me disculpo. Ella me sonríe. Vuelvo a mi casa. Los ciento quince escalones se hacen más duros que nunca. Entro en mi apartamento. En la calle, la vida como una tormenta de verano que arrastra todo lo que encuentra. Septiembre en una ciudad sin cartas. Me siento un rato mirando la ventana. Agarro el Barthes que compré ayer. Segundo párrafo. Parece un tipo duro. Y suena el teléfono. La misma voz de tango. Su carta, que llegó. Vuelvo a cerrar el apartamento. Vuelvo a no mirar. Crucigramas por el pasillo. Fotos de Londres. Y los escalones  que se vierten vertiginosos hacia el abismo. Desciendo poseído por un viejo secretismo. Avanzo puertas. Esquivo la gente. Me mojo con la lluvia. Llamo respetuosamente. Soy yo. Su carta. Muchas gracias, voz de tango. La tengo entre mis manos. La toco. No me lo creo. Me llegó la segunda parte de la historia sin tener la primera. Subo las escaleras. Esta vez ni las siento. Ciento quince ciento quince veces no es tanto. Me siento. Esta vez le doy la espalda a la ventana. Se resiste. Y veo la letra por primera vez. Veo un texto de la revolución francesa. Veo un mes de Noviembre de hace muchos años. Veo un balcón con vistas a un verano caluroso de piscinas. La rue Castiglione número 54. Un estudiante que no se sabe si va a la universidad o viene de la discoteca de moda. Veo una fecha con muchas vertientes. Veo una ciudad que tiene varios nombres, varias estaciones. Lugares de la tierra que no existen. Lugares de la tierra que no están a mi alcance. Una caligrafía regular, que se hace firme conforme avanzan las líneas. Veo varios lunares, como una carta geográfica conocida y explorada hasta el agotamiento.
Me quedo en silencio unos minutos. Buscando. Buscando el reflejo de un tercer piso en un séptimo de mar salado.  

miércoles, 26 de septiembre de 2012

Tercer escalón




Había sentido rumores días atrás: sobre la cama, aún sin horarios, cuando la vida era un puzle sin piezas, mirando fijamente la ventana de ojo de buey que se abre sobre mi cabeza, intentando adivinar tras el cristal alguna forma de nube. Había sentido rumores también mientras comía: dejaba el grifo del agua correr, tranquilamente, como quien ha descubierto un gran lago limpio sin final, sin límites para surcarlo; dejaba el agua correr, y tras unos pocos segundos, el agua me devolvía un recuerdo de años pasados, se agrupaba con espumas y crecía hacía mí. Era en ese instante cuando tenía que cortar el agua. Y supongo que debía acostumbrarme. ¿Cómo sería la vida sin agua? Iba en dirección a la ducha subscribiendo una vieja canción, como si recitará una suerte de himno, enmarcando el momento en un recital contra la mala suerte. Encendía el grifo de la ducha. Miraba fijamente el Sacre Coeur, por encima de la niebla, por encima de los edificios, por encima de las chimeneas que emanaban ceniza y fotografías viejas, y seguía mirando, hasta que escuchaba un ruido de piedras estrellándose contra el océano. También. Pensé, también. La ducha no funcionaba. Qué dicha más  grandes estar en París, pensaba siempre. Y en esos momentos también.
Aquellos rumores de días atrás vinieron a confirmar mis terribles sospechas. Las tuberías estaban atascadas. Las venas de mi apartamento sufrían de una enfermedad común, tratándose de un último piso. Algo normal, me decían los más expertos de la ciudad. Le pasa a todo el mundo. Andaba por la calle maltrecho. Tuberías atascadas. Sonaba terriblemente espantoso. ¿Tenía cura? Bajaba del Barrio Latino con las manos inmersas en mi chaqueta, como quien anda en una película de Godard, transeúnte entre transeúntes, humo entre cigarrillos, y pensaba mucho en mi tristeza, en mis tuberías, que eran mías desde hacía apenas dos semanas, pero que estaban tocadas de muerte. Heridas. Pensaba, tal vez. Heridas.   


Y cada vez que volvía a mi apartamento, el mismo ritual. Insertaba el código para entrar en la hacienda. Revisaba mi buzón del correo. El coronel seguía sin tener quien le escribiera. Miraba hacia arriba, delante de los seis pisos, frente a los ciento quince escalones, algunos días como Himalayas, otros como paraísos mecánicos, y cuando abría la puerta, veía de nuevo (olvidado quizá durante el transcurso del día) el agua estancada de noches y platos sucios. Me animaban mis amigos. No te deprimas. Es algo rápido. Doloroso. Pero rápido. Empezaba a cambiar el olor de mi departamento. Tomaba tonalidades exóticas, nunca antes descubiertas por mí. Recordé Tristes trópicos, de Levi-Strauss, y sus andanzas por la selva brasileña, en uno de sus primeros viajes antropológicos. Lo leí en la universidad, y atado  a la silla de la biblioteca entendí qué eran ciertos olores que nunca llegaría a percibir, porque estaban extintos. Algo parecido pensé, cuando abrí la puerta y la situación me colapsó. Hice unas llamadas. Hicieron unas llamadas. Mi ángel de la guarda, que existe y que no es una metáfora, movió algunos hilos y a los pocos días me prometieron un fontanero. El término exacto fue un “plombiere”, lo cual sonaba bastante más profesional que un fontanero.
Preparado, me estudié alguna terminología necesaria para entenderme en la jerga propia de los trabajadores del agua y de las verticalidades. Apenas estaba nervioso. Limpié el apartamento. Quería tenerlo presentable para uno de mis primeros invitados. No le ponía cara. Siempre me imaginaba un ser mayor, con bigote negro, con algo de barriga, tierna, muy familiar, y un don de palabra algo limitado. La fecha se fijó. Yo estaba preparado. El golpe seco del timbre me despertó de repente. Eran las ocho de la mañana. ¿Quién podía ser a estas horas? La chica del séptimo se había ido ya. La vecina iraní nunca se despertaba tan temprano. Escuché mi nombre con timidez, acompañado de un Monsieur. Salté de la cama. Llevaba puesto mi pijama de verano, fácilmente distinguible desde la distancia. Me miré al espejo. Varias noches llevaba en el rostro aún, acumuladas, superpuestas, extravagantes, resistentes. Tenía un calendario lunar en los ojos. Me eché algo de agua en los ojos, que resistían rojos a la abertura del nuevo día. El sonido del timbre volvió a cortarme la respiración. Abrí despacio. Como quien espera a un asesino. Como quien espera a su asesino. Me presenté. Pensé, este señor ya me conoce, pero yo no le conozco a él. Semblante joven. Cabello rasurado. Espumosamente rubio. Olía a tabaco mal apagado en el portón, escaleras abajo. Venía renqueante. Omití cualquier nota humorística sobre los escalones. Entró. Le ofrecí una bebida. Él me dio la mano. Le invité a sentarse. Ni siquiera me miró. Fue directo a la laguna en la que se habían convertido ciertas partes de mi departamento. Estuvo unos minutos haciendo pruebas. Tocó allí. Tocó aquí. No encontraba la fórmula exacta. Me dijo en un francés tremendamente incomprensible que volvía en unos minutos. Y bajó las escaleras corriendo. Hice mi cama. Ordené las imperfecciones. Abrí las ventanas. A los diez minutos volvió, todo sudado, casi sollozando por el esfuerzo, y con ese olor renovado a colilla mal apagada en el portón, escaleras abajo. Traía una maquinaria pesada. Similar a una pistola. Podría ser aquello una misión secreta del Vietnam. Intentaba darle conversación, pero no era fácil. Mi francés se resiste a ciertas horas de la mañana, y mi invitado tampoco era un libro abierto.


Estuvo cerca de dos horas. Me miraba de vez en cuando. Me hacía preguntas sobre fútbol. Él era del PSG. Nunca llegaremos a un acuerdo sobre eso, pensé en el momento. Arrancó dos tuberías de golpe. El agua caía ligeramente, con un acento negro que me recordaba a los pozos petrolíferos que nunca he visto en Arabia Saudí. Me miró. Su cara tenía mucho de soldado que parte para la guerra. Vuelvo en seguida, me dijo en un francés difícil. Pasaron veinte minutos. Yo estaba sentado. Leía sin leer. No quería parecer repelente. La luz del día empezaba a inundar mi estancia. Y la puerta volvió a crujir con el sonido metálico del timbre. Traía una barra de plástico, grande como un hombre de dos metros que se cree grande. No podía respirar. Estaba exhausto. Le di un vaso de agua. Lo rechazó. Se puso de rodillas. Examinó. Palpó la pared y encajó la tubería. Esta tenía un toque gris marengo, diferente al beige de la anterior. El hombre me miró, detenidamente, como si tuviera en los ojos un golpe de estado. Se acabó. Interpreté sus palabras, porque en realidad no las entendí. Cuando se fue me quedé un rato mirando al exterior, hasta donde me dejaban los tejados de zinc. Abrí el grifo. Marchaba bien. Se había quedado un olor exótico en el departamento. Cuando me tumbé en la cama, en la noche que estaba por llegar, sentí el silencio del orden establecido, el silencio que indica que todo va bien, el silencio que dirige al sueño. El silencio que me inquietaba como si estuviera esperando una fiera hambrienta en mitad de la selva.  

viernes, 21 de septiembre de 2012

Norwegian Wood



Primera cerveza.

La última vez que nos vimos, Sebas, no sé, tal vez hace cuatro meses, bueno, no hace tanto, te noto igual, apenas has cambiado, siempre con el mismo estilo de viejo rockero, siempre la chupa de cuero, haciendo un curso aquí, interesante, de francés supongo, yo empiezo un master, este mismo lunes, al final me aceptaron, a ver lo que me encuentro, tú, si, un doctorado, un doctorado ya, nos hacemos mayores, sobre qué es, muy complicado parece el tema, te vuelves a Granada, sí, yo también volveré, en Noviembre, tengo cosas que hacer allí, ya te contaré, qué bueno verte de nuevo, parecía que nunca nos íbamos a encontrar, el tiempo, que es relativo, el tiempo, que hace que nos saturemos, en Orsay, parece un buen barrio, si, el mío es demasiado, todo muy tranquilo, como un escaparate lleno de luces artificiales, demasiado burgués, cómo echaba de menos una cerveza tranquilamente en el Sena, aquí, delante de Notre Dame, quién lo iba a decir, tú y yo tomándonos una birra debajo de este puente, empieza a llover, siempre llueve en esta ciudad, es lo malo, siempre llueve, tus clases están a apenas unos metros, si, de francés, supongo, muchos extranjeros, vete a saber qué idiomas utilizas, inglés, siempre se te dio bien el inglés, eso, te vi en algunas fotos debajo del puente de Brooklyn, o era arriba, no lo sé, fue hace mucho tiempo, gran ciudad debe ser esa de New York, nunca he ido, no, no, nunca, tengo que ir, es mi cuenta pendiente, ya ves, ahora debajo de un puente, la lluvia, es lo que tiene, siempre la lluvia, que bueno volver a verte.

Segunda cerveza.

Después de tanto tiempo no me lo creo, otra vez aquí, otra vez aquí, no me lo creo, cuántas veces he estado esperando este momento y chaval, lo estoy viviendo contigo, el río, si, el río, está lleno de mierda, es lo que tiene, todos los ríos de las grandes ciudades están llenos de mierda, una cloaca horrible, una poza fluvial, si, en Praga fuiste, a no, me equivoco siempre, esa ciudad de nombre impronunciable, cómo era, da igual, da igual nunca lo aprenderé, es demasiado difícil, mi lengua no da para más, había río me dijiste, no, era en uno de tus viajes en Polonia, ese día te pegan casi, no me lo creo, estás zumbado tío, cómo haces eso, hay que tener cuidado, los polacos son complicados, si, esta ciudad me vuelve loco, nunca habías estado, claro, cómo vas a tener casi veintitrés años y sin venir tú, perdona, casi veinticuatro, perdona, veinticinco, esta ciudad, me enamora, si, pero joder, es tan cara, el master, doscientos cincuenta euros, en España, el tuyo, joder, más de mil euros, hasta los huevos de esos políticos, ningún partido te representa, a mi me pasa lo mismo, siento rabia, no espera, siento impotencia, si, las cosas no se hacen nada bien, no hemos cambiado, reforma educativa, me dan ganas de quemar Nuevos Ministerios, mis padres se asustan cuando voy a una manifestación, están acostumbrados a otros tiempos, ahí te reventaban si alzabas la voz, son otros tiempos, qué pensarán nuestros hijos de nosotros, esto es una mierda, que grande es esta ciudad, amo esta ciudad, España se va al carajo, demasiados ricos por esta ciudad,  sigue lloviendo.


Tercera cerveza.

Qué sinvergüenza Antonio que al final no ha venido a vernos nunca me dice nada cómo lo extraño es un tipo sensacional lo echo de menos lo echamos de menos veinte días en Florencia hace tiempo cinco años tu Erasmus en Praga perdona siempre me confundo si estuve en Budapest tremenda la ciudad increíbles esos baños a menos cinco grados en la calle y yo en una piscina que estaba a mil todo muy nevado aquello parecía el infierno ni sé cómo se llamaba esa bebida del carajo esta ciudad me vuelve loco es todo muy caro me enamora camino de vez en cuando muy solo no me importa llueve mucho muy solo no me importa es increíble mis padres los adoro los amo familia humilde no lo sabía carnicero yo también me duele cuando mi padre se levanta tan temprano vaya tiempos cada día más orgulloso cada día los quiero más sé que esto es gracias a ellos me echan de menos yo también los ves dentro de poco son grandes si estoy harto de los ricos cuanta mierda lleva este río los adoro si dieciséis años ya ves en qué momento si en Granada si pronto apenas un mes y medio España es de nuevo un país triste España me preocupa yo vote al PSOE y me arrepiento no lo merecían no es fácil sabes no es fácil ser de Murcia sabes no hay rival para la derecha sabes demasiada ventaja como quiero a mis padres increíble que estemos aquí parece que llueve parece que no llueve empieza el frío los pescadores dónde se metieron qué pensaran nuestros hijos de nosotros.

Epílogo. El café

Sigue cayendo la lluvia. ¿Nunca has jugado al ajedrez? Esta cafetería se llama La Reflet. Solía frecuentarla. Un café. Tú un café créeme. Me levanté muy pronto esta mañana. Esta calle está llena de cines. Cuesta veinte euros. La tarjeta. Después entras. Cada vez que quieras. A una hora y media de RER. Es demasiado. Quédate en mi casa. Cuando quieras. Cenamos. Si quieres. Lo importante es dominar el centro. El peón. Eso es. Me siento pletórico. En esta ciudad. Me siento pletórico. Buena música. Esta es de los Beatles. Sin consecuencias académicas. Virgilio Piñera. Es en la línea seis. Normalmente. El frío va a llegar. El frío ha llegado. Bueno el café. El café es una mierda. No es como en Italia. Me gusta leer. Uno de filosofía. Sobre el nacionalismo. España se rompe. España está rota. España no existe. España existe en mi cabeza. Mis padres. Mi familia. Mis amigos. Qué gran canción. Con fondos públicos. Mañana nos pegamos una buena. No tengo ni un duro. Seis pisos. Sin ascensor. Esto es la Soborna. Saint Michel al lado. Hasta mañana. Qué bueno. Encontrarte de nuevo. Llueve. Joder. Llueve.   

jueves, 20 de septiembre de 2012

La noche de la anguria



Fue la noche de la anguria. Fue la noche de la sandía. La noche, igual que un metal oxidado, rodeado de humo. Fue esa noche y no fue otra noche. La noche en la que descubrimos una sandía gigante en el interior de cada uno. En el interior de cada cuerpo. Cada vez más grande. Cada vez más poderosa. Cada vez más roja. En el centro de la sala, que era gris, y parecía una tormenta, de ese mismo color que dejan las tormentas. De ese color que se parece a la lluvia pero que no es la lluvia. Una sandía en el centro que empezaba a mirarnos a todos y que nos controlaba desde la distancia: en las botellas de vino, en los tapones de zumo, en la madera del suelo, en el tejido del sofá, igual que la piel de una rana, en la ventana que, sorprendentemente, ocultaba el exterior.
La gente iba de un lado para otro. Paseaban como si estuvieran en un concurso de meditaciones. Si movían hacia la izquierda, agarraban un vaso, avanzaban unos cuantos pasos hasta una mesa colocada junto a la puerta, que hacía de barra, y se servían las bebidas correspondientes. Tras todo este ritual, buscaban un rincón más o menos predeterminado, y elegían una conversación de entre un saco de posibilidades. Nosotros llegamos un poco tarde. Yo llegué un poco tarde. Subí las escaleras hasta el tercero. No recuerdo los escalones que eran, y lo cierto es que una de mis obsesiones es contarlos. Pararme en cada uno de ellos y darle la importancia de un número. Un número por cada escalón. Imagino la textura del décimo escalón y pienso que le viene a la perfección ese número de dos cifras, el primero que existe con esas dos cifras. Y así, contando, subiendo, se llega hasta la meta. Pero esa vez no. ¿Había bebido? Lo cierto es que varios vasos de vino polaco habían rondado mis labios aquella noche. Apenas una cena en Montparnasse con amigos italianos y con el pibe. El resultado fue un viaje en metro hasta las profundidades de Belleville. Eso, y ese tercer piso.
Sonaba una música extraña. Un rock ácido. Ese tipo de melodía que nunca termina de estallar. Una bomba a la que se le ve el minutero pero nunca explota. La música se mantiene en tensión. Dos perros que están a punto de destrozarse. Pero no se destrozan. Se miran. Gruñen. Sacan los dientes. ¿Cuántos dientes tiene un perro? Pero no terminan de morderse. No cae la bomba. El coche frena a tiempo. El suicida recapacita. La pistola se encasquilla. La espada se hiela dentro de la funda. El niño no cruza la calle en ese preciso instante. Así es el rock ácido, y envolvía toda la estancia a nuestra llegada.
Habría unas veinte personas. Espacio suficiente para dar varios rodeos sin la necesidad de pararse a hablar con nadie. Mis amigos tomaron posiciones. Cerca de las ventanas se está más fresco. Buscaba una botella de vino para ponerle nombre, y la encontré a medias. La música empezó a animarse, sin saber muy bien qué estilo era. Dos franceses bailaban poseídos por una fiebre extraña. No era para tanto, chicos. No había que subirse de esa forma. Busqué a los italianos. Estaban sentados en círculo, en unos asientos decimonónicos. No tenía ni la menor idea de lo que estaban hablando. Me senté con ellos. Los temas salían sin dificultad: el diámetro de la ciudad, la capacidad de sufrimiento de una persona en el metro, los muertos ilustres de las alcantarillas de París, la llanura Padana, y de repente, apareció.


Encendieron un proyector. Todo estaba oscuro. Miraba el mundo a través del vaso vidriado rebosante de vino. No era el vino polaco. Este se podía saborear un poco. Y de repente, apareció. Una chica acostada en una cama. Completamente desnuda. Era pálida como una mañana del verano de mil novecientos ochenta. La cama tenía aspecto de gran piscina radioactiva. Me percaté que los rasgos de la chica eran orientales. Alguien habló. Alguien dijo. Es una película de culto coreana. El simple hecho de ser una película de culto ya ponía barreras en mi juicio. ¿Qué es una película de culto? Entró en la misma habitación donde yacía la chica un hombre. También oriental. En ese momento todos abrimos la boca con una mueca de sorpresa. La chica no estaba completamente desnuda. La chica tenía una sandía entre las piernas. Una sandía abierta por la mitad. Roja y flameante. El chico se abalanzó sobre ella, como un animal herido, y empezó a comerse la mitad de sandía que descansaba en los muslos de la chica. La música seguía, más ácida que nunca. La gente se paró en sus bailes. Nosotros dejamos de hablar. Y la sandía seguía consumiéndose entre los muslos de la chica oriental, que decían que era coreana. Después de los labios le tocó el turno a las manos. La cama, blanca, impoluta, como una piscina radioactiva, tomó tonalidades encarnadas. La chica ponía facetas de placer. Como si la sandía fuera parte de su cuerpo. Después de diez minutos de sexo asandinado, el hombre partió un trozo del corazón de la fruta y se lo dio a comer a la chica, que lloraba de puro goce.  
El resto de la película es poco resaltable. Algunas escenas violentas en un ascensor que nunca terminaba de subir a su piso fijado, quince minutos en la bañera con una cámara al lado, a una velocidad que nunca antes había visto en un ser humano. Restaurantes de comida rápida que yo suponía coreanos y una ciudad iluminada con la artificialidad de los postes de publicidad que yo suponía Seúl.


Nos despedimos de la fiesta. El rock ácido siguió sonando. La habitación ya vacía. Las escaleras del tercer piso firmes. Tampoco las conté. En la calle hacía fresco. De repente. El fresco. Fuimos por la ciudad buscando una estación de metro. Quince minutos. Nada. Miramos el reloj. Anguria. Son las tres. Está cerrado el metro. Anguria. Ya pasó el último metro. Me despedí de los amigos. Hasta más ver. Le dije adiós al pibe. See you. Busqué una bicicleta. Odio profundamente algunas noches la comida japonesa, la coreana y todo lo que suene a oriental. Es un odio irracional que se extiende a muchas otras partes y que algún día se remediará. Anguria. Agarré una bicicleta. ¿Se pueden saber los kilómetros que me separan de mi casa? ¿Las sandías partidas por la mitad que me separan de mi habitación? Pasé por bulevares que nunca antes había visto. No sabía ni la ciudad que me cobijaba. Una hora después, veía la bandera de las embajadas. Mis vecinos. Apenas sin luces. Y se acabó lo que se daba. Descubrí a los días que aquella película no era coreana. Descubrí que  la película era taiwanesa, anguria, y que todo era una gran mentira, que no existe corea, que no existe la noche ni la bicicleta, ni la ventana, solamente una gran sandía gigante que quería devorarnos a todos cuando fuéramos viejos.

domingo, 16 de septiembre de 2012

Segundo escalón


La ventana está abierta, desencajada. Apenas unos hilos de luz del exterior. Ya casi de día, los fuegos rojos de la Défense impactan en el cristal y se distorsionan en el escritorio. El agua aún no ha alcanzado su temperatura. No está lista. Rondara los sesenta grados. Agustín deja el libro de Kundera que tiene en la mano. Se levanta de la silla. Se toca las rodillas para asegurarse que sus manos están perfectamente secas y toca el agua. Casi listo, pibe. Apenas un minutito y ya. Un ya que se alarga, que se hace líquido. Un sonido que se extiende por toda la habitación. Ya. Como un carro armado frenando en seco. Ya.
Inspecciona el mate, ese recipiente plateado con forma de vasija funeraria que recuerda a culturas precolombinas. Ahí dentro debió vivir un dios inca, pienso durante un segundo. Cada vez que alguien prepara mate está invocando una suerte de dios, pienso en el segundo siguiente. Agustín vuelve a tocar el agua. Lista. Dale. Me dice que llene las tres cuartas partes del recipiente de yerba. Al principio dudo un poco, pero mis manos se mueven mecánicamente. Agarro la bolsa y lo veo escrito. “Yerba”. Las cifras no están muy claras, me dice. La oficialidad habla de siete mil, pero otras fuentes hablan de treinta mil. ¿Sabés lo que son treinta mil personas? Yo le doy el mate, cebado, con algo de miedo por haberlo hecho mal. Aprisiona con los dedos los trocitos de yerba que se han quedado atrás. Los compacta hacia un lado. El otro tiene que quedar libre, che, me dice, y el agua caliente se debe verter sobre el otro lado. Cuando el agua caliente entra en el recipiente la habitación se llena de olores desconocidos para mí. Estoy abriendo una puerta que nunca antes había visto, le digo. Pibe, es el mate, me dice. Los sucesos ocurrieron del setenta y seis hasta el ochenta y tres. Siete años de infamias. Qué se yo. Ocurrieron muchas cosas. La peor parte se la llevaron los estudiantes, me sigue diciendo, había miedo a entrar en las universidades. Todo estaba infectado. Y veo en sus ojos esa impotencia del que no ha vivido el momento, pero del que ha sufrido las consecuencias.


Mete la bombilla dentro del mate. La bombilla. Curioso nombre, le hago saber. La bombilla, che, es la caña que se utiliza para sorber el mate, la yerba. Tiene un filtro en la parte exterior, para que las hojas de yerba no se te queden en la boca. Había casos realmente extraños, seguía diciendo Agustín, aun de pie, con el mate en la mano, dándole las primeras chupadas a la bombilla. Gente que salía de su casa y nunca más se sabía nada de ellos. Un tarde. La mujer se despide de su marido, de su esposo, y ya nunca más se ven. Una tarde. No había datos. No había explicaciones. Y le pega otro sorbo al mate. No había justificaciones. Mira hacia la ventana, esas mismas luces rojas que poco a poco se desvirtúan con el amanecer. Nadie sabía nada. Pero la gente desaparecía. Apellidos. Nombres. Son miles. No se pueden memorizar de una vez. Pero es necesario hacerlo.
Se escucha el ruido efervescente de la bombilla que absorbe el aire. Se acabó el agua. Agustín busca la cacerola del agua y rellena el mate. Me lo pasa a mí. Yo lo agarro. Está caliente. Siento la fuerza de un sacrificio entre mis manos. Voy a darle la primera chupada a la bombilla. Che, cuando alguien te pase el mate, me dice, muy serio, vos debés decir gracias. Y lo miro fijamente. Sonrío. Gracias pibe, le digo, y sorbo el agua como quien ha vivido en el desierto durante semanas. No están muertos, me dice. Están desaparecidos. Eso es lo que dijo Videla. El boludo de Videla. Si, yo lo recuerdo. Apenas escuchado el nombre, hace unos años, en el instituto. El Franco argentino, decían. El mate se adentra, muy caliente, por mi boca. Traspasa la garganta. Noto como se desliza tranquilamente hasta la boca del estómago, y allí reposa, tibio, dejándome una sensación de somnolencia que antes no había tenido. No están muertos, continúa. A muchos los subían a aviones. No les decían nada. Le ataban un peso al tobillo, y simplemente, los tiraban. ¿A cuántos kilómetros de distancia? No sé. Se perdía su rastro. Nadie volvía a escuchar su nombre. Su cara era una fotografía en blanco y negro.


La noche de los lápices. Me dice. Se queda de nuevo callado. La noche de los lápices. Fueron diez, pibe. Diez hombres. ¿Hombres? Ninguno superaba los dieciocho años. ¿Vos pensabas algo con dieciocho años? Me pregunta. No espera mi respuesta. Con dieciocho años, continúa, nadie sabe un carajo de nada. Ni siquiera iban a la universidad. Todos de instituto. Y fueron diez. Sobrevivieron cuatro. Y los otros seis, le pregunto yo. No sé sabe. Y se Agustín se queda en silencio, intentando recordar los nombres de esos diez chicos que desaparecieron.   
Le doy otro trago al mate. Me acostumbro a su textura. Beber mate es tener amigos. Es recordar las raíces. Enseguida la ciudad se acaba y empieza el río. Para los desaparecidos se acaba la ciudad, me dice Agustín. Nunca más se supo nada de ellos. No se encontró nada. Y luego están todas esas madres, con un pañuelo blanco en la cabeza, que esperan cada día a que vuelvan sus hijos. Mira hacia abajo. La historia argentina es un caos, pibe, me dice, y yo pienso que la historia en general es un caos, que en mi país, en España, hay muertos que llevan setenta y cinco años esperando a ser desenterrados. Muertos que tiene ubicación exacta, en carreteras, en veredas, en barrancos, que tienen nombre, un nombre sin delito, como los de Argentina, pero que no tienen cuerpo. Son cruces sin cuerpo. Son nichos sin recuerdo.
Y la bombilla vuelve a hacer ese ruidito de aire asfixiado. Agustín lo vuelve a rellenar. Bebe tranquilo. En silencio. Veo en su cara treinta mil nombres que jamás he escuchado. En la calle tiemblan las primeras luces del día. No están muertos. Se escuchan los primeros autos, poniendo las calles en su sitio, dándole nombre a los comercios, habitaciones a las embajadas. Son desaparecidos. Nos quedamos un rato bebiendo mate. Ese ritual de rellenar el recipiente, pasárnoslo y darnos las gracias como quien pronuncia una palabra sagrada. Gracias pibe. De nada, che. Cierro la ventana. Empieza a hacer frío. La yerba quema su sabor. Apenas sabe ya. Se acabó, me dice Agustín. Ya no da para más la noche. Nos quedamos callados. Esperamos a que las luces inunden el sexto piso. Callados. Sin nombre. Callados.

martes, 11 de septiembre de 2012

El nuevo inquilino



Tenía siete años cuando comenzó a practicar el duro ejercicio de rayar palabras sobre un fondo de papel blanco. Fue en un apartamento de Washington, como quien no sabe que está a punto de descubrir una isla desierta, un paraíso al que dar forma, al que ajustar las dimensiones, las medidas exactas de los argumentos, y ese oficio ya nunca le abandonaría.  Panameño por accidente (su padre era diplomático en la fecha de su nacimiento), su infancia es un mapamundi de países latinoamericanos donde aprendió sus primeras nociones de escritura, a la par que una educación liberal en Argentina, Chile, Brasil, y finalmente, en Estados Unidos.
Pero si un hecho explica toda su existencia y la atraviesa de principio a fin, es el sentir mexicano. Octavio Paz definió qué es ser mexicano. Delimitó en El laberinto de la soledad las premisas de un pueblo, descifró la sangre que corre por las venas de la nación Azteca. Sin embargo, fue él quien lo llevó a la práctica en sus obras, que son el testigo más fiel de la evolución histórica del país. Entre las sombras, Artemio Cruz a los pies de su muerte. Velándolo su mujer y su hija, cincuenta años de historia mexicana se iluminan al lector. Se escuchan los galopes de la revolución mexicana, Porfirio Díaz queda lejano entre los fusilamientos de la revolución, vemos la restitución de la calma, quedan atrás diez años que significaron un siglo de cultura, si instaura el PRI, los sobornos, los excesos, y Artemio Cruz sigue pensando, muere pero no muere, respira con dificultad, hace el amor en el recuerdo, con su querida Laura, mira con recelo a la Iglesia, desprecia a los menores, los más débiles,  y se va a apagando poco a poco. Su fin es el final de un México que existió, es la consagración de un escritor.


Fue Carlos Fuentes. Pelo  lacio que termina en rizado, canoso en la década de la televisión en color, bigote infinito, perseguido siempre por el objetivo de la cámara fotográfica, manos de bronce, un ejército enfurecido cuando escribía, produjo una infinidad de obras, pasando del ensayo a la novela, recalando en el cine, arte que consideraba supremo. Se le veía caminar, en los primeros años de los cincuenta, con el paso tranquilo, debutando en cada esquina, disfrutando cada paso de cebra, cada plaza, inventando los nombres de los adoquines, colocando oficios a las personas que encontraba. Era Saint-Germain el espacio donde todo ocurría. Sartre, con sus gafas  de mil destinos. Bioy Casares, mostrando cómo se debe beber el vino. Paz, perpetuándose en la soledad de sus raíces. La mirada traviesa de Silvina Ocampo. Uno de los lugares de eclosión del Boom latinoamericano. Donde todos aprendieron que ellos eran un continente, donde Cortázar inventó una París que se sobrepuso a la ciudad real. El barrio donde servían café con motivos acelerados para una novela. Las calles que vio por primera vez Carlos Fuentes, decidido a tomar la ciudad, a conquistarla desde las letras, desde las paradas de metro. Y una vez en ellas, una vez en la trasparencia de la lluvia, en la arquitectura ahumada de los puentes, una vez en sus entrañas, ya no pudo escapar de ella.
Caminaba yo, dos años atrás, por la rue Gay Lussac, muy cerca de la Normale. Salía de las clases, fatigado tras dos horas sin saber muy bien qué era aquello de la educación especial francesa. Me acompañaba Marcos, el mexicano, el antropólogo. Me puso un libro sobre la palma de la mano. Pequeño. Apenas sesenta y dos páginas amarillas. La textura gastada, como una montaña caminada. Lo abrí. No llevaba dedicatoria. Solamente una fecha, allá por el año mil novecientos sesenta y dos. Ese libro, escrito en una tarde en un café de la rue de Berri, en el octavo arrondissement, palpitaba de curiosa. Quería ser abierto. Me sentí en una cafetería, en la perpendicular con la rue Saint-Jacques. Lo abrí. Lo sentí. Lo gusté. Estaba escrito en segunda persona del singular. Fue un golpe de genio. Felipe Montero se dirige a la casa de Consuelo Llorente. Abre la puerta, y encuentra a su sobrina, la bella Aura, la imprescindible Aura, el pecado generoso. Y el libro apareció de repente, describiendo escenas que creía haber vivido siempre, la oscuridad de la habitación, el silencio, para no despertar a la tía, a Consuelo, la textura de la cama, las sábanas que serán testigos del sacrificio, el mirador perpetuo, el crucifijo de madera, el Cristo que impulsa los movimientos acelerados de los dos cuerpos que se buscan, que se encuentran, que se necesitan, que se esquivan, que se languidecen, que se transforman en agua. Cerré el libro. Lo leí de una sentada. Salí a la calle con la impresión de encontrar en el exterior el mismo olor a incienso que se desprendía de esa estancia oscura del cuento.


Ese fue mi primer encuentro con Carlos Fuentes. En la misma ciudad que lo vio vestirse de embajador. Las barricadas estudiantiles del sesenta y ocho, de las que participó como cronista. Los ojos de una época agitada. Entrar en el Panteón para ver la coronación política de Mitterrand. Las frías mañanas de invierno. Después llegaron los premios. El reconocimiento. El Nobel, esquivo desde el principio. Siempre esquivo a la lengua española. Y llegaron los lectores, la editorial Gallimard, que le dio las primeras ediciones, y cada vez la ciudad se convirtió en un gran escenario de su obra. París. El amor de su vida, encerrado en un barrio de México, siempre dependiente del país latinoamericano, como si fuera una extensión. Dos calles más allá de Coyoacán. Un río que alimenta nopales y aguacates.
 Llegó antes de lo esperado a la cita. Una de esas noches en las que ya no se espera nada. La luz tibia del verano se eclipsa para irse a dormir, y en el teléfono suena incandescente una noticia. Carlos Fuentes acaba de morir, el Boom se hace añicos. Quedan dos. Y mi hermano cuelga el teléfono. El verano continúa su paso retrocedido, Septiembre se precipita con lluvias, y por el Boulevard Raspail se adentra una procesión tranquila. Camino despacio. Intentó recordar todos los nombres. Veo las escrituras. Aquí podría estar cualquier persona, pero en realidad, sólo hay unos pocos. Caminos entre árboles que van dejando una alfombra de hojas en el suelo. No giro a la izquierda, como acostumbraba a hacer siempre que venía por aquí, hace dos años. No me fijo en esa escultura con forma de gato, que constituye el epitafio de Cortazar. Sartre queda atrás. Baudelaire se esconde más allá del muro. Y en el centro aparece. Ahora lo recuerdo. Esa imagen no estaba antes. Un nuevo inquilino. La fecha aun no escrita. Solamente el nacimiento. El nuevo inquilino toma forma entre las hojas, al caer la tarde en Montparnasse. Me gusta imaginar a todos sus personajes visitándolo de vez en cuando, siguiendo sus vidas independientes, más allá de la escritura. Me gusta saber que esta ciudad forma parte de México, y que hay un nuevo lugar en donde poder ver los ojos de Aura abriendo la puerta a Felipe Montero cada tarde. Me gusta saber que el cementerio de Montparnasse es un pequeña embajada de la lengua española.


jueves, 6 de septiembre de 2012

Los supervivientes



Como en las películas de náufragos, como en las grandes guerras europeas, en los museos de arte contemporáneo, en los aparcamientos de las multinacionales, como en las salas de cine independiente, en las librerías de los centros comerciales, como en las largas colas para comprar el pan, los personajes van desapareciendo poco a poco, en silencio, sin hacer grandes aspavientos, lentamente, unos se marchan, otros se esconden, aquellos siente el terror de volver, estos cierran puertas, y al final se recoge lo que el azar ha querido dejarnos desprendido por la calle.
Descendí del metro. Agarré la línea seis e hice un trasbordo en la línea diez. Cambié el color turquesa por el amarillo. El vagón descubierto por el túnel oscuro y maloliente. Cambié los edificios uniformados, la arquitectura de los siglos gloriosos por un rincón de sombras y sonidos metálicos peleándose entre ellos. Bajé en Cluny-Sorbonne, pocos minutos antes de que dieran las cinco de la tarde. ¿Afuera llovía? Afuera no llovía, pero en cualquier momento podía hacerlo. Uno de esos días donde la diferencia entre el paraguas y la manga corta es más bien aguda. Subí por Saint-Michel. Dejé atrás los quioscos de prensa, las postales de segunda mano y las ruinas de un templo romano. Giré por rue des Écoles para inmediatamente volver a girar por rue Champollion. La calle, como dos años atrás, en cuesta, con los cines en el lado izquierdo, pasando películas francesas antiguas, en blanco y negro, donde se fumaba más cigarrillos que en las apuestas, y a la izquierda, el café Le Reflet, donde solíamos jugar al ajedrez de tarde en tarde, donde nadie consiguió ganarme, imbatido en treinta y cinco partidas que fueron treinta y cinco cafés  y setenta cervezas. Percibí desde fuera que ponían una canción de Bob Dylan. Hay cosas que no cambian, pensé. Pero hay cosas que si, pienso ahora.

Llegué a Place de la Sorbonne. Las fuentes con su misma agua, las terrazas con los mismos turistas. Las librerías de filosofía y derecho, tan juntas, tan diferentes, y la cúpula de la capilla vieja como si hubiera sido construida antes que la propia ciudad, como si existiera antes que la palabra libro y la liquidez del agua. A lo lejos, entre los árboles y los masajistas chinos, el pibe se acerca. Se acerca el pibe y Erico. El pibe, viejo amigo, compañero de obsesiones, compañero de curriculum, lo que luego llamaremos uno de los grandes. Erico, italiano, rubio como la espuma de la cerveza. ¿Cuántas veces hemos hablado? Una de esas conversaciones tenidas hace dos años, en una fiesta. Tu cara me suena. Vives cerca de aquí. Encantado. Y cuando nos saludamos en la tarde, frente a la universidad, parece que hemos sido mejores amigos durante dos años, que nos hemos escrito para los aniversarios, que hemos seguido el transcurso de nuestras vidas. Pero no. Fuimos perfectos desconocidos. Un placer verlos a los dos.


Paseamos. Entramos en los mismos bares que solíamos entrar. Los camareros han cambiado. Reformaron el baño, la entrada ahora es más ancha, la música es diferente. Aquí solían poner Sympathy for the devil de vez en cuando. El melocotón, donde sirven la cerveza más barata de París, cerca del Panteón, con la bandera del País Vasco en la entrada. Me siento en la misma banqueta de madera que hace dos años. Me viene a la memoria Marcos, el mexicano, el antropólogo. Él también está por aquí. Él también sobrevivió. Otros no. Otros se perdieron. O quizá fuimos nosotros, que no supimos escapar de esta ciudad. Atrás quedaron los otros mexicanos. Ahora lo recuerdo con nitidez. Camino por la Cité Universitaire. La Pelouse, con la misma hierba que hace dos años. Miró para las residencias. En la de España nunca me dejaron entrar. Uno no es profeta en su tierra. La gente hace picnic en el prado. Veo las ventanas encendidas de otras residencias. Por la parte del fondo solían vivir grandes amigos míos, grandes amigos que escaparon y se hicieron colonos, colones que trabajan construyendo puentes en la Guayana. Se marcharon de la ciudad. No volvieron. Y quedamos unos cuantos cenando sobre la hierba, quemada por el verano. A algunos nunca los vi. Con otros apenas hablé cinco palabras, una noche de invierno, hace dos años. Todos se alegran de verme. Yo me siento feliz con su supervivencia, porque sé que es la mía también.


Sobrevivir. Sobrevivir es saber que nunca más entrarás en el 13 del Boulevard Saint Germain. Sobrevivir es olvidar el código de una puerta, no recordar que la de Vincenzo era el año de la Primera Guerra Mundial, no agarrar ciertas líneas de metro más, que te llevaban a ciertos lugares, lugares deshabitados tras dos años. Sobrevivir es empezar de nuevo, con personas que no elegiste, con renuncias que no se plantearon. Sobrevivir. Sobrevivir también es continuar vidas. Pasar de Porte d’Orleans al segundo arrondissement, de un piso solitario, a uno compartido. Sobrevivir es volver a la ENS, y comprobar que los puros siguen ahí, quietos, fumables, y los carteles de Cuba también, aunque hayan cambiado de habitación. Sobrevivir. Mirar con pesar, que la librería hispanoamericana a la que ibas cada semana ha cambiado de dueño, y ahora venden libros en portugués, en esa misma librería donde te preguntaron sobre Roberto Arlt. Esas tardes donde aun no sabía que volver significaba perder lugares comunes.            

miércoles, 5 de septiembre de 2012

Primer escalón



El portón oscuro. No alcanza a descubrir dónde está el interruptor de la luz. Tantea con las manos las paredes. Son lisas. Percibe que detrás de la puerta principal hay otra puerta, cerrada, con un código para desbloquearla. Espera, sentado en el suelo, un suelo de mármol, a encontrar la clave entre los bolsillos de los pantalones y los millones de documentos que lleva bajo el brazo. La tiene. Un número mágico. La combinación exacta de la felicidad. Está dentro. Intenta recordar qué pasó en el año que coincide con el código, pero es imposible. Demasiados pocos dígitos para que sucedieran cosas interesantes. Está dentro. Se ilumina la estancia. Un gran espejo le obliga a mirarse. ¿Cuánto tiempo ha pasado desde la última vez que un espejo parisino te miró? Baja los ojos, busca la puerta que le indicaron en el mapa y la abre. Se presenta un camino tortuoso, lleno de fregonas, contenedores de basura verdes y habitaciones donde se acumula el polvo y las aficiones inútiles. Y es entonces, en ese mismo momento, en ese preciso y valioso momento, cuando lo entiende todo. Entiende por qué ha llegado hasta aquí, cobran sentido las noches en vela, esperando noticias, esperando una carta que no llegaba, cobran sentido las fotos que se adherían a la nostalgia como un ictus venenoso, las mañanas de melancolía, ese no sé qué que le agarraba de tanto en cuanto. Y lo ve. Está preparado. Cree estar preparado. Una escalera de caracol viejo, de caracol derrotado y anciano, que se desliza en vertical, que quiere subir hacia el cielo y se desfonda en cada rincón para hacer más llana la ascensión. Encuentra una escalera, de madera, un caracol hecho madera, un caracol indígena, una escalera secreta, a la que solo él tiene acceso, porque todos los habitantes del edificio tienen ascensor; el hombre del tercero, escultor renombrado que sale en las primerísimas revistas de arte contemporáneo, la familia iraní del cuarto, las dos muchachas que pasean al perro siempre a la misma hora, a las once de la mañana, y que llenan el segundo de perfume y olor a cosmético, el hogar del quinto, misterioso y fascinante, donde entra cada tarde a darle lecciones de español a sus hijos. Una escalera solo para él. Cuenta los escalones.  Cree confundirse entre los jadeos de la respiración y las luces que provienen de las ventanas, cada vez más altas, cada vez más expresivas. Se marea. Está fatigado. Cien escalones, tal vez más. Cien escalones hasta el quinto, pero él vivirá uno más arriba, en el sexto, en el sexto paraíso, en el sexto infierno. El sol es más potente desde un sexto piso, la niebla es más acusada desde un sexto piso. Llega. Se seca el sudor. Ciento quinte escalones. Recuerda que fue el número que le obligaron a llevar tatuado en el colegio, en su infancia, en el instituto. El ciento quince, siempre esperándolo, siempre al otro lado de la esquina, en una cafetería, en una chica, siempre el ciento quince, y ahora sentía por dentro que había encontrado el sentido a ese número indescifrable.


Busca la llave. Juega con la cerradura. Acierta tras varios segundos. Gira a la izquierda, luego a la derecha, y la puerta se abrió. Vio dos habitaciones muy luminosas. En la primera, una nota de bienvenida, escrita en un español perfecto. Te esperamos con cariño. La ventana hablaba por sí sola. Se asomó. Era verdaderamente un tejado de zinc, aunque nunca había visto exactamente lo que era el zinc. Se le antojo que aquello podía ser zinc. La Défense rayaba el cielo encapotado de París. El Arc de la Défense, abierto perpendicularmente a sus ojos, y más cercana la Place Victor Hugo, donde Iker, ese mexicano de Bilbao, iba a comprar el pan todos los días para ver a la dependienta. Y miraba hacia la izquierda, y alcanzaba a ver Trocadero, y tenía grabada en su mente aquella foto de Hitler, posando sonriente, con la Tour Eiffel de fondo, después de tomar la ciudad; y a lo lejos Passy y el viaducto que une las dos orillas, donde Marlon Brando follaba todos los días con la joven Maria Schneider, mientras este velaba el cadáver de su mujer, una suicida pecaminosa. No demasiado lejos de donde Jules, Jim, y Jean Moreau corrían hacia la eternidad, atravesando un puente que los llevaría directos al corazón de la felicidad.
Y se separó de la ventana como si necesitara de su visión para seguir respirando. Siguió examinando el apartamento. Una ducha escondida tras una mampara. Otra ventana escondida. Pensó que su nuevo apartamento tenía mil ojos hacia Parías, mil ojos que espían, aunque los mil ojos en realidad eran cuatro. Y a través de esa segunda ventana se veía el Sacre Coeur, muy a lo lejos, como si fuera un templo oriental, imponiéndose sobre la colina de Montmatre. Se despegó finalmente de esta segunda visión, y busca una tercera, encima de su cama, un ventanal de ojo de buey, donde ver el cielo nocturno, sin estrellas, con globos de hidrógeno, la última visión antes de cerrar los ojos y despedir el día. Y la última ventana, en el pasillo, fuera del apartamento, al fondo, donde se veían los intestinos del edificio, lo que nadie quiere ver, y la Tour Eiffel cortada por la mitad, apenas las últimas decenas de metros sobre su cabeza.


Volvió al apartamento, se acostó en la cama para pensar, para creérselo. Se dio cuenta que aquel edificio no acababa en el sexto. Tenía un piso más. Había un séptimo piso, donde acudir por las noches, con la tranquilidad del silencio, del trabajo realizado, del metro cerrado a la una, donde acudir a charlar, a estar en silencio, esa chica del séptimo que le abrazaba en el escritorio donde organizaba sus papeles, donde preparaba las clases de español a los chicos del quinto. Se sentía conmovido por la chica del séptimo, una huésped que nadie más que él sabía que existía en ese edificio.
Abrió los ojos. Ni siquiera sabía la dirección de su nuevo apartamento. La buscó en alguna factura de la luz antigua, del antiguo inquilino. Cimarosa, al lado de la embajada Argentina. Se sentó de nuevo. Rue Cimarosa. Lo repitió varias veces, sintiendo que los ciento quince escalones le pesaban en la parte trasera de las piernas.